Álvaro Gartner


El entrañable alumbrado inauguró anoche la Navidad. Sobrevive a pesar de las luces led y las jornadas laborales nocturnas. La iglesia lo fomenta como culto a la Virgen María, pero conserva el carácter de conjuro precristiano contra la oscuridad y los malos espíritus. Por eso la pólvora se niega a desaparecer. (El inconsciente colectivo no se modifica por decreto…).
Apenas comenzó la fiesta, así sus símbolos atiborren el paisaje desde hace días: hermosos adornos o apelmazamientos foráneos. Papá Noel compite con hadas patas de hilo y gnomos longilíneos, estos, antepasados de nuestro duende. Un oso polar y un pingüino patéticamente esnobistas, paletas zoomorfas sin espíritu navideño, pretenden atraer clientes a Cable Plaza.
Aunque lo auténtico está casi desaparecido, se aplaude que sobreviva la celebración religiosa más bella y medio coherente del actual pastiche cristiano. (Confuso el significado, enredado el culto externo).
En ella coexisten lo sublime y lo pedestre, la tradición y la moda, lo eterno y lo efímero, lo refinado y lo cursi. Permite lo prohibido y da sentido a expresiones que no lo tienen el resto de año: la música, no las ordinarieces paisas, ni los ‘melomerengues’ caleños.
Sí villancicos, una de las pocas buenas herencias españolas, como uno andaluz del siglo XIX, ‘Campana sobre campana’, que creemos nuestro. Lo son en cambio, bambucos como ‘El duraznero’, ‘Venid, pastorcillos’, ‘Cantemos al cielo’, ‘Dulce Jesús mío’, ‘Niño del alma’…
El repertorio y la historia del canto navideño son desconocidos: en la catedral de Bogotá hay más de 400 partituras del siglo XVII. Contienen acentos negros, palabras indígenas o dichos. Describen costumbres y oraciones populares. El sacerdote y musicólogo José Ignacio Perdomo sugirió que serían el eslabón perdido de la música andina. Hay grabado uno que otro.
Tampoco sabemos mucho de los arrullos y alabaos del Pacífico, ni de las jugas de adoración del norte del Cauca. Son verdaderos cantos gregorianos negros, de los cuales apenas sí cantamos “velo que bonito lo vienen bajando…”.
De Argentina llegó ‘Los pastores’ de Ariel Ramírez (‘Alfonsina y el mar’). Es parte del retablo musical ‘Navidad nuestra’, cumbre del villancico indoamericano. Pareciera seguir los postulados de la reforma luterana de 1517, que dio gran importancia a la música.
De esa época conocemos una antigua melodía del folclor de Westfalia, ‘O Tannenbaum’, y otra oriunda de Cornwall, Inglaterra, ‘The first Noël’. Gustan, así se ignore su origen. A la larga no importa…
Por influencia de don Martín, en el barroco surgieron compositores como Bach, cuyo ‘Oratorio de Navidad’ eleva el espíritu hasta Dios, como sea que se le conciba. De su repertorio sacro es popular en estos lares, ‘Jesu bleibet meine Freude’ de la Cantata 147, en versiones instrumentales y en ‘ringtone’. Algo es algo…
Con pocos años de diferencia, Händel compuso otro hito navideño, ‘El Mesías’, que estrenó en 1742. El éxito fue tan grande, que dirigió representaciones cada Pascua, hasta su muerte. Aquí nos deleitamos con su grandioso ‘Aleluya’.
Ya entonces eran famosos el anónimo ‘Joy to the world’ y el ‘Adeste fideles’ de Wade, inspiradoras de cuñas radiales locales. Más de uno los silba en estas cuestas manizaleñas.
En cambio, el catolicismo romano hizo todo lo posible por expulsar la música de las iglesias. Apenas en el XVI aceptó cantos en español en la liturgia, lo cual dio impulso al villancico, que en los albores del XVII era obligatorio para ser maestro de capilla. Un tema anónimo de ese tiempo es ‘La nanita nana’. Poco después fueron prohibidos esos cantos, porque se popularizaron demasiado, con un carácter festivo que ofendía los acres gustos episcopales.
Gracias a un curita de pueblo, Joseph Möhr de San Nicolás de Oberndorf (Austria), revivió el villancico para siempre: en 1818 escribió unos versos sobre los cuales el organista Franz Gruber compuso la música de ‘Noche de paz’.
Hasta una canción dedicada a las carreras de caballos de James Pierpont, en 1857, alcanzó acentos navideños universales: ‘Jingle bells’. Ya es obligada en nuestras novenas. Lo mismo que una obrita escrita en 1941 por Katherine Davis, basada en un antiguo relato checo: ‘El tamborilero’.
Música de Navidad es lo que hay para escuchar. En ella se refugian los significados que desaparecen de otras manifestaciones y mantienen viva la fiesta del espíritu y la nostalgia.
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