Álvaro Gartner


La Navidad suscita añoranzas de personas, fechas, lugares olvidados el resto de año. La clave es climática: apenas los soles decembrinos espantan nieblas y lluvias novembrinas, reviven episodios, grandes y chicos, que cambian temperamentos y desfruncen ceños.
Para los niños de tiempos idos, con la salida a vacaciones comenzaban los preparativos: “Guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer adornos de Navidad”, evocaba Eduardo Galeano. Había conciliábulos para escribir cartas al Niño Dios, con la esperanza de que ese año sí, pues los anteriores no.
Como los mayores también salían a descanso laboral, todos convergían donde los abuelos, cuyos caserones parecían campos de refugiados, o en fincas donde la libertad era mandato. Tanta que los chicos pensaban que no los querían, porque solo se les llamaba a horas de comidas: sancocho a mediodía, fríjoles al atardecer de cada día, única forma de llenar tres veces más de 50 buches.
Las velitas del 7 llenaban las almas infantiles de una sensación indescriptible. Los papás enseñaban a quemar pólvora (¡sí, y qué!) y no había accidentes. Cuando se agotaban luces y truenos, ataban esponjillas a una cabuya para hacerlas girar en un hermoso círculo de fuego.
Los días siguientes había cacería de tapas de lata, para aplanar con una piedra, perforar con una puntilla oxidada y ensartar en un alambre. Eran los cascabeles que acompañaban los villancicos.
El 16 se hacía el pesebre, pero no dejaban tocar las figuras. Un viejo encerado roto hacía las veces de gruta, un espejo era el lago y en ríos de papel nadaban patos de fealdad variable. Las ovejas eran más grandes que los pastores y estos que el pueblito de cartulina. Un tren se abría paso entre el musgo.
Cada día rezaban varias veces la novena; apenas terminada en una casa corrían adonde los vecinitos a repetir. Todo por estar con ellos o porque cantaban más que en aquella.
Las señoras se congregaban en la cocina a preparar exquisiteces navideñas. Todo estaba al alcance, menos el dulce de brevas reservado para las visitas. Se le dejaba fuera del alcance infantil y más de un ladronzuelo se echó a la boca un ratón nadador.
Las viandas parecían inagotables; eran para el batallón familiar y para los acantonados en casas cercanas: a cada una se enviaba como aguinaldo una combinación de dulces y fritos, y se recibía de las demás. Nadie pensaba si hacían daño, porque los médicos de entonces aliviaban, no enfermaban.
Desde las primeras horas del 24 había revuelo por el árbol. Del sótano se rescataba un chamizo para empegotar con engrudo, pegarle motas de algodón o gotas de icopor, enredar una instalación y colgar bolas marca ‘Mírame y no me toques’. En él dejaría los regalos el Niño Dios.
Papá Noel solo aparecía en galletas, untadas con exótico atún o sofisticada carne de diablo. Había que hacer la primera comunión para volver a probar tales exquisiteces.
Al atardecer era expulsada la muchachada con orden de no asomar la nariz antes de medianoche. La sensación de eternidad la disipaba el escondidijo. Si había pelota de letras comenzaba un mundial de voleo, con indiscutible triunfo de las niñas, cuya puntería hacía estragos.
Mucho antes de las amenazadas 12 resonaba el grito “¡llegó el Niño Dioooooooos!” y salían en carrera muchachitos hasta debajo de las piedras. Como se sospechaba, el divino carajito no leyó las cartas: quedaba la menudencia engañada con algún juguetico, pero aperada de ropa. Como el engaño no era equitativo, por orden de la mamá el favorecido prestaba el tesoro a regañadientes, aunque había ejemplos de efímera magnanimidad.
El 25 se estaba alerta, pues a las señoras se les metía la idea de desbaratar pesebre. Un vocinglero sindicato infantil respaldado por las abuelas lo salvaba hasta el Día de Reyes.
El 31 era para los adultos, con rascas, cantatas y lloratas incluidas. El 1 de enero comenzaba el éxodo de los jodidos y volvía la normalidad…
Es cierto. Se recuerda más de lo que se vive y eso es parte del encanto de la Navidad. Por fortuna, queda gente ‘de toda la vida’ para compartir vivencias y añoranzas. En especial para evocar a los que ya no están.
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