Álvaro Gartner

Casi todo mundo ha (hemos) soñado alguna vez con ser millonario. La mayoría cree lograrlo tentando la suerte con loterías y rifas. Muy, muy pocos ganan y, entre estos, casi ninguno aprovecha el golpe: muy rápido pierden lo ganado.
Un número reducido de personas ha perseguido ese anhelo con iniciativas novedosas, o que se suponen serlo, y solo unos cuantos lo alcanzan. Apenas 2.153 son más ricos que los 4.600 millones de seres que suman el 60% de la población mundial.
Los miembros de tan exclusivo club son vistos como seres omnipotentes, rodeados de todo cuanto pueda desearse. (¿Incluidas tranquilidad y felicidad?). Se les cree resueltos a pertenecer. Pero de vez en cuando hay uno inconforme con su privilegiado estilo de vida, que se deshace de su fortuna, para promover causas humanitarias. Entonces, un viento de incredulidad sopla sobre quienes nada o poco tienen, pues no entienden que nadie quiera despojarse de la comodidad.
Que los hay, los hay: uno es el británico David Spencer-Percival, un talento joven que con las enormes ganancias obtenidas, se dedicó a comprar ‘juguetes’ caros y antigüedades, que no lo dejaban satisfecho. “En una semana vendí todo”, declaró. En dos ocasiones ha renunciado a exorbitantes salarios, porque “cuando tienes tantas cosas, es bastante difícil mirar hacia adelante”. Después, “me sentí tan libre. Me permitió ser mucho más flexible”.
En 2015, el indoestadounidense Manoj Bhargava, fundador de una exitosa productora de bebidas energéticas, donó el 99% de sus USD 4.000 millones, para luchar contra la pobreza. Otro que se cansó de ser multimillonario fue el gringo Charles ‘Chuck’ Feeney, el ‘James Bond de la filantropía’, quien durante años hizo cuantiosas donaciones en secreto. A pesar de amasar una fortuna cercana a los USD 8.000 millones, no vivía en casa propia, no tenía automóvil y usaba un reloj de USD 15. Convencido de que “morir rico, es morir en desgracia”, se propuso donarla mientras viviera, para proyectos benéficos alrededor. Lo logró en 2020, a los 89 años de edad.
Más recientemente, la joven Marlene Engelhorn renunció al 90% de los €4.200 millones que le corresponden como descendiente de los fundadores de la gigantesca compañía química alemana BASF: “No es que no quiera ser rica. Es que no quiero ser tan rica”, afirmó. Cuando se enteró de lo que recibiría, se sintió mal con un dinero que “no he trabajado yo” y se logró a costa del trabajo de muchos. “No he hecho nada por este legado y vi que así no podía ser feliz”.
Critica a los ricos que hacen caridad para ahorrar impuestos: “Muy a menudo, estas donaciones son una forma de disfrazar la riqueza”. Las denomina “capitalismo filantrópico”, una crítica a Mark Zuckerberg y Bill Gates, quienes convirtieron el altruismo en estrategia de mercadeo. Y a los grandes supermercados colombianos, que hacen caridad con las devueltas de sus clientes, para reducir impuestos.
Marlene pertenece a un grupo de 83 grandes acaudalados fundadores de ‘Millonarios por la humanidad’, que hace dos años pidieron a los “gobiernos subir los impuestos a la gente como nosotros”. A ella no pertenece ninguno de los cresos de la Lista Forbes.
En esa organización, ni entre los pocos que se desprendieron de sus caudales, figuran colombianos. Los Sarmientos, los Vélez, Gilinskis y Santodomingos que se enriquecieron sin perjudicar a nadie, no llegan a tanto. Tampoco otros menos notorios. Todos parecen felices en la opulencia, cuando no en la exhibición, cuyo placer debe ser proporcional al número de desposeídos del país. Abominarán de los Spencer-Percival, Bhargavas, Feeney o Engelhorn, a quienes señalarán como un pésimo ejemplo para el gremio.
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