Álvaro Gartner


Cuando comenzó la vacunación contra el coronavirus, los gobiernos asumieron que los ciudadanos ya tenían conciencia de la epidemia o estaban bastante escarmentados. Las que hasta entonces fueron medidas restrictivas oficiales, pasaron a ser conductas individuales, regidas por el libre albedrío.
Pronto fue evidente que millones de personas no están interesadas en protegerse. Cual ganado cerrero cuando abren el corral, hubo multitudinarias estampidas humanas, motivadas por la obsesión de recuperar los lugares públicos. Como si los hubieran quitado… El distanciamiento social se transformó en una orgía de contactos. Desapareció el temor al contagio, que llegó a tener ribetes paranoicos.
Surgió una nueva forma de individualismo recalcitrante, rayano en la intolerancia: los antivacuna. Poco a poco se consolidan como ‘tribu’ y reclaman derechos, el primero, a morir cuando y como les provoque, concomitante con la potestad de contagiar a los demás. La diferencia de pensamiento no está en su mentalidad.
Esta etapa de la “nueva normalidad” indujo a innumerables personas a notificar su supervivencia a través de equipos de sonido con volúmenes insoportables. La epidemia de ruido, que no es reciente, pero sí está en un pico alto, se propaga en silencio, paradójicamente. Nadie parece advertirlo; quien lo hace, calla, ensordecido tal vez.
Sin importar cuán respetables sean los vecinos, en cada barrio hay por lo menos un torturador sonoro. Suele tener cabeza rapada y desaforada panza al aire, pues anda sin camisa o ésta es insuficiente para cubrir tamaño mondongo. La mujer, esposa o moza, es una piruja pintarrajeada como mural de universidad; cuando no se enreda en horrendos trapos, una camiseta ombliguera le da aspecto de mamoncillo reventado. Se recubre con bisutería y encarama en tacones que casi son zancos, para disimular la cortedad de patas. Surtido de tatuajes, ‘piercings’ y siliconas al mal gusto. Desean ser vistos como traquetos, así sea al fiado.
Sus fiestas de amanecida, atardecida y anochecida son la maldición del contorno. Equipos de sonido y luces multicolores fumigan reguetón boleado y despecho paisa, adobados con estridentes madrazos, durante interminables horas… o días. Solo terminan cuando los celebrantes son doblegados por el insomnio, el alcohol, las drogas y la grasa. Embrutecidos por géneros seudomusicales que no representan ningún desafío para el cerebro, pero perturban emocionalmente.
Contra ellos no hay policías que valgan. Si se los llama, no contestan; si contestan, responden groseramente o no van a imponer el orden. Los que no son perezosos, son amigos del perturbador o le deben dinero. La trinca de abuso particular e ineptitud y corrupción públicas derogó el artículo 33 del Código de Policía y Convivencia.
La vulgaridad es ostentosa, exhibicionista. Sus practicantes no conciben celebrar sin fastidiar al resto. Consideran que su alegría debe incluir una burla hacia quienes no la comparten. Sus festejos, un desafío a quien ose pedir respeto. Subyace en su grotesca actitud el placer de humillar la decencia, como venganza por intuir que jamás la alcanzarán. Sin estos elementos, la chacota no tiene sentido.
Por el contrario, el decoro y las buenas maneras son discretos, silenciosos. Se practican por principio, no para imponerse. Por eso pasan inadvertidas; el vulgar es incapaz de verlas. La gente de bien vive indefensa, porque no se empareja por lo bajo con el agresor social, ni la ley lo respalda.
Ya lo había advertido hace más de cien años el novelista ruso Fiódor Dostoyevski (1821-1881): “La tolerancia llegará a tal nivel, que las personas inteligentes tendrán prohibido pensar, para no ofender a los imbéciles”. Y callar, para que no sientan en entredicho su chabacana prepotencia y reaccionen como lo que son: animales primitivos.
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