Álvaro Gartner


El manejo del fútbol profesional colombiano amplió su repertorio de desaguisados, más allá de lo imaginable. Obligar al equipo Águilas de Rionegro a jugar con siete futbolistas, por estar contagiado el resto del plantel, y permitir salir a la cancha a los enfermos del Deportivo Pereira, fue como aventar la tapa del basurero que lo contiene y esparcir la hediondez que contiene. No hay tapabocas suficientes para contrarrestarla.
Es lamentable la explicación de los mandamases, quienes habían pactado que a pesar de la pandemia, los partidos se jugarían hubiera o no condiciones, o materia prima. Como los derechos de televisión están por encima de los derechos humanos, un contagio colectivo es mera eventualidad que no llega a configurar caso de fuerza mayor.
Tampoco cuentan los derechos de los televidentes, que pagan por ver el ripio futbolero del campeonato nacional, malo, hasta cuando están completos los equipos. Por lo mismo, el canal transmisor acortó la sana distancia que los periodistas deben guardar de sus fuentes, prestándose al juego de no emitir imágenes de las pancartas de protesta del equipo afectado. Las cuales solo pedían respeto.
Cuando un medio de comunicación renuncia a la obligación de ser veraz, todo cuanto haga, quedará bajo sospecha de falsedad. Traiciona la confianza de una clientela que contribuye a sostenerlo económicamente, la cual atribuye la falsía a periodistas de trayectoria, serios y respetables, y no a sus patronos confabulados con los empresarios del fútbol. Como si no tuvieran suficiente perjuicio con trabajar al lado de cuentachistes repetitivos, chillones histéricos, entrenadores fracasados y exfutbolistas con añoranza de fama. (Solo unos pocos toman con seriedad su nuevo oficio).
Muchos de los autoproclamados dirigentes son simples merodeadores en busca de ganancias fáciles, como las que ofrece una empresa deportiva que atrae recursos de diferentes fuentes, por ser excelente vitrina comercial. Algunos se graduaron en la escuela de las malas artes de la política.
Está en su naturaleza ser vendedores de ilusiones, hábiles promeseros de lo imposible, nada dispuestos a cumplir lo posible. En su larga lista de palabras vacuas, figura en primer lugar su hipócrita respaldo al fútbol profesional femenino; para eludirlo han mentido descaradamente y engañado con vulgaridad, sin excluir la cohonestación del acoso sexual. Parecen misóginos recalcitrantes, dignos de ser arzobispos y cardenales.
Si bien un campeonato de mujeres demanda grandes inversiones a mediano plazo, su futuro es halagüeño. Ellas han demostrado más honradez en el juego y lealtad con sus equipos; están conscientes de que se deben al público. Cualidades casi extintas en ellos.
Los equipos masculinos están plagados de pelafustancitos más pendientes de sus cortes y tintes de cabello; sus tatuajes y pintas, que en jugar. Creen que una gambeta en un entrenamiento equivale a una visa ‘schengen’ para Europa, porque el equipo al que pertenecen es solo el trampolín para darse a conocer. No tienen deberes, pero sí derechos. En su vedetismo hasta se sienten relevados de dar buen ejemplo, porque todo les es permitido. Fiel reflejo de sus dirigentes.
La expresión “juego limpio” se ha reducido a pedir perdón al rival, luego de golpearlo intencionalmente. Pero ni siquiera esa pantomima la representan los directivos futboleros. En su obsesión de lucro, la salud de los futbolistas no resulta ser inconveniente para cumplir con quienes ponen el dinero.
Habrá que preguntarse si el fútbol sigue siendo un deporte multitudinario, que busca dirimir quién es el mejor, tal y como todavía cree la mayoría de hinchas. O si es un basurero donde escarba un puñado de aventureros, para quienes el último obstáculo es el idealista sentido de pertenencia de la afición.
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