Álvaro Gartner


Si la Navidad es un depósito de memoria, este año obliga más recordar que celebrar, porque la pandemia aplazará una de sus pocas prácticas aún vigentes: la reunión. ¡A evocar se dijo!
Una semana después de salir vacaciones escolares, era el Alumbrado. Las pequeñas luces y las pólvoras entrañaban un ritual que abría la puerta a una etapa maravillosa.
Durante los siguientes ocho días, bandadas de muchachitos iban a las tiendas a pedir tapas de lata y recorrían las calles con mirada de guaquero, para detectar las que estaban por ahí tiradas. Se las aplanaba con una piedra, perforaba con una puntilla oxidada y ensartaba en un alambre. Listos los cascabeles para cantar la novena, comparaciones y alardes incluidos de quienes consiguieron más. Eran los más desentonados…
Cada chiquillo montaba asedio a los mayores, para que reservaran el papel brillante de las cajetillas de cigarrillos. ¡Ay! de quien lo regalara a la hermanita o el primito. El incumplimiento le costaba algún dulce o una moneda, en castigo por la promesa rota.
Las excursiones infantiles proseguían: un día, por todos los rincones de la casa en busca de cuanto cachivache sirviera para el pesebre. Otro, por las mangas cercanas para recolectar musgo (entonces no se hablaba de ecología), pues el que vendían en la galería estaba fuera del alcance. Con ojo experto se valoraba los chamizos que harían las veces de árbol de Navidad: los más apreciados eran los recubiertos de musgo o los enteramente pelados, para empegotar con engrudo de almidón, pegar motas de algodón, gotas de icopor o bolitas de papel brillante y enredarles una instalación que se fundía con nada.
Luego, la carta al Niño Dios, con peticiones rara vez concedidas. Otro año sería…
Las señoras, parientas, amigas o vecinas, se dedicaban a tejer y bordar arreglos para las casas; hacer la ropa que los niños recibirían el 24 o comprarla en furtivas salidas al centro. Recordaban recetas de inveterada tradición y se metían a la cocina a prepararlas, hablando todas al tiempo, para que “el dulce no se embobe”.
¿Y los señores? Esos “para-nadas” andaban como sin destino, zapoteando manjares y charlando bobadas. Cuando mucho, daban una mano en la hechura del pesebre el 16, en medio de la vocinglería infantil y las instrucciones conyugales, terminando desesperados. El 24 pagaban su inoperancia; quisieran o no, debían revolver la natilla y no podían ser reemplazados, porque se pegaba.
Por la noche, después de la novena y antes de los regalos, se desarrollaba la carrera espacial: elevar globos, en lo cual ellos eran los ‘expertos’. Tales objetos voladores identificados eran de fabricación casera, con papel delgado unido con engrudo a un armazón de alambre. Se inflaba con una tapa de olla o una china de palma y el motor era una mecha de trapo empapada en petróleo, la cual era encendida con un hisopo de tela envuelta en un palo de escoba.
Cuando la aeronave comenzaba a “tirar”, era indispensable dar tres vueltas antes de soltarla; de lo contrario no levantaría, decían los sabihondos. Era despedido con un griterío y perseguido por los niños. Luego, la angustia cuando se enredaba en las cuerdas de la energía, que por lo regular sorteaba con un sacudón, y la frustración cuando en las alturas, por razones inexplicables, se incendiaba. La culpa era de un envidioso que atrapó con un espejito la imagen de la llama. Pura magia.
Los globos se llevaron aquellos diciembres. Hoy nos enfrentamos a una Navidad a solas, o cerca de pocos, para conservar la esperanza de celebrar la próxima.
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