Mi primer viaje en avión fue con la Sociedad Aeronáutica de Medellín, aerolínea más conocida como SAM, en 1982. Fue a San Andrés y de lo poco que recuerdo es el humo del cigarrillo de los fumadores en la cabina. Luego volé mucho en esos Twin Otter de Aces (Aerolíneas Centrales de Colombia), que despegaban con un ruido ensordecedor del aeropuerto La Nubia y quedaban a merced de cualquier viento que los zarandeaba sobre las cordilleras, como moscas que esquivaban palmadas invisibles.
En estas avionetas no había azafatas, ni servicio de comidas dentro de la cabina. Antes de despegar, algún empleado de la aerolínea explicaba el uso del cinturón de seguridad, señalaba las bolsas para vomitar y nos deseaba buen vuelo antes de bajar y cerrar la puerta. Luego los pilotos se giraban sobre sus puestos, nos daban el OK y nos íbamos. Nada de cabinas presurizadas; hacía frío, era dolor de oído fijo y solo quedaba masticar chicle para aliviar la presión y el estrés.
Tanto a SAM como a Aces las absorbió Avianca, la aerolínea insignia de Colombia, una de las más antiguas del mundo y que en su momento era sinónimo de viajar con comodidad y buen servicio. Era la época del servicio ruana roja, de azafatas muy bien puestas, de ceniceros en los apoyabrazos, de barra libre de licores y de cubiertos metálicos y vasos de vidrio con las comidas. Hasta para volar a Miami en verano te daban cobijas, almohada y hasta una especie de sandalias, ¡en clase turista!
Las sillas se reclinaban, había espacio entre filas y lo más innovador era que proyectaban películas sobre un telón blanco para la entretención de los pasajeros. Luego vendrían las pantallas cada tres hileras y finalmente las individuales en cada puesto y con amplia variedad de videos, filmes, música y juegos. El viajero se sentía mimado, a veces hasta malcriado. Viajar era un placer y el vuelo era, en ocasiones, la mejor parte del paseo.
De un momento para otro todo cambió. Después del 11 de septiembre de 2001, los pasajeros pasamos a ser sospechosos de terrorismo y los aeropuertos asumieron actitudes carcelarias. Hay que estar dos horas antes en el aeropuerto para viajes domésticos y al menos tres horas antes para vuelos internacionales. Requisas, verificaciones, chequeos, restricciones… “Ni cinturones ni botas, señor pasajero”; “Ese maletín es muy grande y no lo puede llevar”, “Solo una valija por persona”, “Nada de pinzas, señora”… Y con la pandemia del Covid-19 hay que atravesar al menos tres puntos de control, llevar tapabocas, certificados apostillados, permisos gubernamentales y declaraciones juradas ante notario.
Mis vuelos más recientes fueron por Latam y Avianca. El espacio entre filas es mínimo, apenas para personas con acondroplasia; el servicio en cabina es limitado y la entretención va por su cuenta suscribiéndose a la aplicación de la aerolínea donde se puede elegir o una película infantil o una para adolescentes. Véalas en su celular sin posibilidad de conectarlo en algún lado porque no hay puertos USB.
En Avianca es frecuente la cancelación de vuelos sin avisar a los viajeros. O que se vendan más plazas de las que tiene la aeronave. Cobran por todo y no les da vergüenza ignorar las quejas de los viajeros: “hágalo a través de la aplicación o llamando a la línea tal”, donde no contestan o se nos puede ir la vida pasando de un call center a otro. Los pasajes son absurdamente caros para la precariedad de atención y comodidad que ofrecen, pero uno sigue viajando porque es la posibilidad de conocer otras culturas y de aprender.
Descansar, no. Uno no puede pretender desestresarse si desde que se adquiere el tiquete se está pensando en la pauperización de las aerolíneas y a los tratos abusivos a los que nos vamos a someter. Volar se convirtió en la peor parte de viajar.
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