Alejandro Samper


Worldometer es un portal de internet que, segundo a segundo, registra cifras mundiales. Allí se calcula que, en un día, mueren unas 150 mil personas. Un millón 50 mil en una semana. 18 millones 500 mil en lo que llevamos de este año. Una avalancha de fatalidades de las que solo recordamos a algunos.
En el millón de cadáveres de estos días hubo dos que me sacudieron. Tal vez por el encierro, tal vez porque sentía respeto y admiración por ellas. El primero fue Germán Mendoza Diago, veterano periodista que hizo del periódico El Universal de Cartagena su escuela.
El Mono, como lo conocían, fue un coleccionista de historias. Cuan más raras, mejor. “Un día encontraron a un tipo enfurecido, dándole puños a un árbol que había afuera de su casa. Que lo iba a matar a golpes, que lo iba a denunciar. ‘¿Denunciar qué?’, le preguntaron los vecinos. Resulta que a este man, cada vez que salía de la casa, se le enganchaba la camisa en una de las ramas. Todos los días la misma vaina. Y esa mañana se le enredó la camisa nueva y se le rasgó. ‘¡Ese hijupeuta árbol me la tiene montá, no joda!’”, contaba Mendoza y quienes lo escuchábamos nos echábamos a reír.
“Esa vaina tuvo que suceder en Soledad (Atlántico). En ese pueblo es donde más pasan cosas raras por metro cuadrado en el mundo”, remataba. Y después se echaba otra anécdota… la del falso perro, la de los calzoncillos sobre la lámpara. Una más hilarante que la otra. Luego se metía en su oficina, cuando era editor de Q’Hubo Cartagena, y se ponía a hacer el crucigrama del día. “Hermano, me toca hacerlo. Hay una señora que me llama todos los días a preguntarme por algunas de las respuestas. Cuando le dije que por qué no esperaba la solución que salía publicada al día siguiente, me contó que ya estaba vieja; que de pronto se iba a dormir y no amanecía. Que no quería morirse con esa vaina pendiente”. Sí, suena a excusa para hacer un crucigrama en horas laborales, pero así era Mendoza, lleno de cuentos.
En 2007, cuando me ofrecieron ser editor de Q’Hubo Manizales, Germán fue el primero en orientarme en el periodismo popular. “Como editor, debes tener la agenda clara y saber que hay cosas que deben ir, pero a los periodistas, sobre todo si son pelaos’, hay que dejarlos… soltarlos, que tengan calle y escuchen a la comunidad. Que traigan sus ideas y ayudarlos a buscar el enfoque. Pero no rechazarlos o desmotivarlos; eso es acabar con este oficio. Un editor no debe imponer sino orientar”.
La segunda muerte en mandarme a la lona fue la del comediante Marcos Mundstock. Siendo niño mi papá me llevó a conocerlo después de una presentación de Les Luthiers, y le pedí un autógrafo que todavía guardo. Después de eso procuré no perderme sus montajes y visitas. Su humor, sus retruécanos y sus oxímoron pronunciados en esa voz grave me enamoraron de los juegos de palabras. Además, le dio al mundo al brillante e incompetente compositor atemporal Johann Sebastian Mastropiero.
Si no fuese por Mundstock y sus compañeros de escena sería muy difícil llevar este sinsentido que es el mundo actual. A su manera, prepararon a sus seguidores para encarar con sentido del humor a un presidente que tiene que decir, como niño con rabieta, “Yo soy el Presidente de la República”. O que una senadora afirme que “nos vendieron un pánico absurdo”, al hablar del coronavirus cuando - hasta el momento de redactar este texto - sumamos 2 millones 780 mil infectados y 195 mil 313 muertos en el mundo.
Pero a veces la realidad supera la comedia. Si bien Les Luthiers tiene entre su repertorio a Vote a Ortega, parodia de un inepto político en campaña, criticado por el fracaso de sus obras faraónicas (construyo una pirámide al revés que, por su puesto, se desmoronó), palidece ante las barbaridades de alguien como Donald Trump. Es que solo a este personaje se le ocurre decir que para protegernos contra el coronavirus tendremos que inyectarnos un agente desinfectante o meternos, culo arriba, una potente lámpara de rayos UV.
Tan absurdo es todo esto, que una empresa de productos de limpieza emitió un comunicado pidiendo ignorar las palabras de Trump. Ni Mundstock ni sus amigos hubieran llegado a tanto. Ellos hacían humor inteligente y, como escribió el editor Álex Grijelmo en El País de España,: “que critica con respeto, que no ofende, que juega con las palabras pero no con las personas”.
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