Me llaman y envían del Colegio Granadino un comunicado con su posición sobre el caso de matoneo que los tiene como blanco de críticas de la sociedad manizaleña. No lo pedí. Es más, no tenía intención de abordar el tema en este espacio, porque involucra menores de edad, personas y familias que no conozco, y una institución completamente diferente de la que me gradué hace casi tres décadas.
Además, ¿quién soy yo para entrar a discutir de un contexto que ignoro? Hacerlo me parecía caer en moralismo y no me considero un ciudadano ejemplar como para ir por ahí pontificando sobre lo que se debe y no hacer en esta sociedad decadente. Entonces recordé la expresión Excusatio non petita, accusatio manifesta.
No es secreto que este colegio es para la élite local. No todos pueden pagar la matrícula y el trato que dan a las familias nuevas que quieren que sus hijos estudien allí puede llegar a ser humillante. Si no es con palanca o recomendados es difícil acceder a una entrevista. Lo sé de primera mano, pues me sucedió hace unos años cuando averigüé por un cupo para mi hija. Hasta no saber que era exalumno y algunos administrativos me reconocieron, no me dieron cita. Así de exclusivo se ha vuelto lo que en sus comienzos, en 1981, era un colegio de un par de amigas (Joanne Smith y María Mercedes Londoño) y todos los alumnos parecíamos tener algún grado de parentesco. Había primos por todos lados.
Eran otros tiempos. Los profesores fumaban en clase y el bullying provenía más que todo de ellos, no de los estudiantes. Estábamos más aterrados de que nos gritaran o nos golpearan las manos con una regla que de lo que pudiese suceder durante el recreo en el patio de esa casa del barrio Milán. Tal vez por ser un colegio nuevo y con pocos grupos el personal no era el más idóneo: novatos con complejo de superioridad o veteranos que creían que hacer cien planas y dictados de 30 minutos era pedagógico.
Mi mayor terror se llamaba Lina García. Era una mujer de intimidantes ojos claros que desde que entré al colegio con 5 años, en 1983, hasta que se murió (hace una década ya) me hizo la vida imposible. La manifiesto de vez en cuando en mis pesadillas. Siempre se encargó de hacerme sentir diferente al resto del grupo por venir de Bogotá, por no haber comenzado desde kinder como mis otros compañeros, por mi dislalia. Fumaba y me echaba el humo en la cara, si no entendía algo me gritaba “¡eres tonto!” al oído (que terminó afectando mi audición y el uso de tubos timpánicos durante la infancia) y pedía - no sé si cobraba - a mis padres jornadas extraescolares para “nivelarme”. Estas consistían en que me debían dejar en su apartamento, muy temprano en la mañana, y verla levantarse de la cama, ducharse y desayuna mientras me hacía sentir culpable de tener que ir una hora más temprano a la sede nueva del colegio en La Florida.
El recorrido, en su Renault 4 rojo, era chuparme el humo de sus cigarrillos y escucharla decirme: “Alejito (así, en diminutivo pasivo agresivo), si no puedes pronunciar la “rr” no puedes aprender inglés”. Luego, delante de mis compañeros, me pedía que dijera “carro” o “ferrocarril” para después llamarme “francesito”. Así fue por años y ya más grande era aguantarme el sarcasmo (“¿Todavía te duelen los oídos?”, “Alejito pudo con el inglés”) y lo intimídate que era su presencia así cuando me topaba con ella en la calle.
No fui el único que vivió sus maltratos o que le tenía miedo. En el colegio sabían de esa situación porque en más de una ocasión lo comenté con la fonoaudióloga, la bibliotecaria (mi refugio por un tiempo) y le escuché a otros compañeros decir que sus familias se habían quejado ante las directivas. No hubo protestas, ni manifestaciones o comunicados, solo espiral del silencio. Nunca supe si se fue por voluntad propia que salió del Granadino o si la echaron, pero sí me enteré de que llevó sus conductas a las aulas de la Universidad de Caldas donde conocí a alguien que también la padeció.
Por eso digo que no soy nadie para hablar del caso reciente de matoneo en el Granadino, pero sí soy alguien que vivió el acoso sistemático de una docente. Al colegio le agradezco muchísimo por la educación que me dio; el inglés (sí, el que esa bruja hijueputa creyó que no aprendería) me abrió oportunidades laborales, me permitió viajar y conocer otras culturas. Lo que sé de historia, geografía, química, física, literatura y filosofía se lo debo en gran parte a otros profesores a los que estimo mucho y aprecio su comprensión ante mi posible aislamiento o timidez porque no sabían la carga emocional que era para mí tener que ir a un establecimiento que asociaba a trauma.
Si no creo que haya sufrido bullying de mis compañeros es porque no se compara con lo que hizo esa mujer. Pero noto que desde entonces y hasta el caso de hoy es que poco ha avanzado el Granadino en cómo afrontar el tema del matoneo. Por el contrario, sus comunicados ambiguos, sumados a la posición de dominio que tiene en la comunidad académica de la ciudad, se perciben como arrogantes. Sobre todo al momento de tener que aceptar que hasta en las élites falta educación.
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