La mañana transcurrió entre historias mientras se hacía el asado. Fue un día fresco, tirando a frío, en el corregimiento de Combia (zona rural de Pereira, Risaralda), donde los lotes con casa fincas pululan y el trinar de las aves es constante, pero una vez desatrazados de chismes, la conversación me aterrizó en la realidad nacional.
Después del postre, algunas cervezas y mientras los niños jugaban en el jardín, un amigo se fue al fondo de la casa y regresó con una pistola automática y una caja con munición. “Hay que cuidar a la familia”, dijo, mientras exhibía el arma que, aclaró (como si eso fuese a tranquilizarme), es “traumática”. Las balas llevan en su punta un proyectil de goma capaces de hacer boquetes profundos - de hasta 10 centímetros - en un trozo de carne, según unos videos de demostración de uso de estas armas que se encuentran en la internet.
“Es que uno no sabe qué puede pasar por acá, en el campo; se puede meter cualquier persona”, se justificó. Luego nos contó que han hecho actividades para enseñarle a disparar a “los vecinos” (principalmente mujeres), promovidas por un exmilitar y un finquero que no tiene reparos en afirmar que apoyó a los grupos paramilitares hasta con $3 millones mensuales.
Otro amigo, entusiasmado, pidió prestada la pistola para hacer “un tiro al aire” y el disparo se convirtió en ráfaga, para el susto de todos. “Es que soy de dedo sensible”, se rio y el otro le contestó “me debe $10 mil”. Recordé la crónica de Juan Andrés Valencia Cáceres, La historia humana de una bala, en la que cuenta que para Indumil: “Construir un solo cartucho cuesta aproximadamente 700 pesos, lo que arroja una inversión total de un poco más de 15 millones de dólares (anuales)”. Cifras que ponen a pensar, como esa de los $500 millones por capturar a quienes quemaron un bus contra los $10 millones por la detención de quienes decapitaron a un joven en Cali.
Los ojos se me pusieron como platos cuando mis amigos compartieron información de dónde comprarlas, cuánto cuestan, quién las consigue… tan sencillo como comprar un balón de fútbol. Y es cierto, en los manifiestos de importación de estas pistolas (la mayoría hechas en Turquía) indican que son elementos “deportivos”. Para Indumil, en su Guía de autorización permisos a particulares de importación, exportación y muestras sin valor comercial, son armas de uso “recreativo” (https://bit.ly/2T9hEXN). Para portarlas y usarlas solo se necesita la factura de compra y el manual de instrucciones del fabricante.
Envalentonados y con la adrenalina fluyendo por las detonaciones, crearon escenarios hipotéticos en los que usarían el arma: “donde una ‘rata’ se meta en este momento por esa malla, ¡pum! Tome su pepazo”. El discurso fue escalando al punto de comparar a los indígenas a una plaga; muy del corte de las congresistas María Fernanda Cabal y Paloma Valencia. Buscaban pretextos para armarse: quieren comprar desde escopetas hasta fusiles, pasando por unas pistolas pequeñas, de seis balas, que llaman “bicicleteras” y que al parecer se están popularizando entre los ciclistas por ser discretas y fáciles de portar.
Era el mismo discurso de esas personas de camisas blancas que salieron a disparar a los manifestantes del paro nacional y a la minga indígena, excusándose en la defensa propia. Era escuchar a ese empresario caleño que el 28 de mayo disparó su arma de fogueo contra unos jóvenes en Ciudad Jardín (Cali) porque había que “apoyar a los uniformados”. Es el afán de buscar un motivo para usar sus juguetes de niño grande sin medir las consecuencias. “El riesgo de homicidio es tres veces mayor cuando hay armas de fuego en el hogar. No solo eso, sino que el 58% de las muertes por disparos de niños y adolescentes son homicidios”, indica la Academia Americana de Pediatría (https://bit.ly/3wWOc65), y la American Journal of Preventive Medicine registra que “por cada aumento de un 10% en la posesión de armas de fuego en los hogares, el riesgo de que una persona de la familia sea asesinada aumenta en un 13%”.
El psiquiatra José A. Posada Villa publicó hace un tiempo un artículo para la revista Semana llamado ¿Por qué las personas quieren tener armas de fuego? (https://bit.ly/3vXcpYH). Allí señala: “Los dueños de armas de fuego, son generalmente hombres, temerosos de su futuro financiero, no muy religiosos y que sienten que el control del uso de armas puede llegar a representar un ataque de su masculinidad, independencia e identidad”.
No valieron mis argumentos, mis comparaciones con la cultura traqueta ni mi repudio a estas armas. Tampoco el que cuestionara su masculinidad, como sugiere Posada Villa. Ellos están convencidos de que en un país acéfalo y caótico, como Colombia, lo mejor es que cada quien vele por lo suyo y a su manera.
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