¿Por qué quemar un CAI? El filósofo francés Jean Paul Sartre señaló que lo que hacemos y lo que somos siempre son consecuencias de nuestras decisiones. Estas, sin embargo, están sometidas a las circunstancias biológicas, psicológicas y sociales de una persona. Además se oponen, muchas veces, a su conciencia y libertad. Es en esa tensión que el ser humano descubre el “riesgo permanente de la mala fe, una de cuyas formas es, justamente, la violencia”.
Ese pequeño despacho policial, construido para velar por la seguridad ciudadana, pasó a convertirse en símbolo de todo lo que carece el país: justicia, eficacia, igualdad, respeto, paz… Los CAI pasaron a ser sitios donde el abuso de autoridad queda impune, donde se puede torturar y matar. En centros de mala fe.
A esto se suma la libertad que asumieron los policías en estos casi seis meses de encierro por la pandemia del coronavirus. Dicen que para generar un hábito se requiere de al menos 15 días; pues los patrulleros tuvieron 180 días para cultivar el poder que les daba el toque de queda. Ese que silenció las calles desde temprano, redujo la criminalidad y que les permitía sancionar a quien saliera o no se acogiera a las normas temporales. A veces era una multa, a veces era “conducido” a un CAI o estación de Policía, a veces terminaba golpeado… eso dependía del estado de ánimo del uniformado.
Durante seis meses unos se movieron a sus anchas mientras que los demás tuvimos que contenernos. Por ende, el fin de la cuarentena desembocó en un encontrón de libertades ciudadanas con las libertades de las autoridades. Ese choque derivó en lo que sucedió esta semana en Bogotá con el abogado Javier Ordóñez y los policías que lo mataron.
El asesinato de este ciudadano, cuya defensa fue recalcarles sus derechos a los patrulleros, sumada a la mala fe del Gobierno y la Policía que no reconocieron este hecho por lo que fue - un homicidio -, llevaron a una explosión de violencia ciudadana. Una población que venía indignada por la mala gestión del presidente Iván Duque y su gabinete, angustiada por el futuro (según la encuesta Bitácora Express, publicada en junio y realizada por la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco), cerca de 80 mil establecimientos de comercio formales cerraron sus puertas definitivamente durante la cuarentena), y desbordada en emociones contenidas por meses de encierro.
“En su mala fe, (el violento) pretender hacer de la facticidad, libertad – por el hecho de destruirla – al mismo tiempo que hace de su libertad, facticidad al asumirse, la violencia, como una fuerza natural entre las cosas”, indica la filósofa española Celia Amorós. Tanto policías y ciudadanos nos sentimos en libertad de ejercer la violencia como vía de negar al otro. Anular al otro también es acabar con sus símbolos, como un CAI.
Los desmanes, el vandalismo y la seguidilla de muertes y personas heridas que dejan los últimos días de protesta se pudieron evitar si, una vez conocido el caso de Javier Ordóñez, el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, y el director de la Policía Nacional, mayor general Óscar Atehortúa Duque, hubiesen ofrecido disculpas públicas a la familia y a los ciudadanos. Que hubieran hecho la pantomima de siempre: la de prometer “investigaciones exhaustivas” y sanciones, así no lo fueran a hacer. Pero se empeñaron en defender el proceder de los patrulleros asesinos y la integridad de esa institución repleta de manzanas podridas. Ya lo decía Sartre: “La mala fe es aceptar una realidad para negarla y negar una realidad para aceptarla”.
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