Iván Duque Márquez lo tuvo todo para hacer una buena presidencia. Sin embargo, su pequeñez como estadista y su falta de carácter al momento de enfrentar grandes retos y oponerse a las arbitrariedades e intereses personales de su patrón, Álvaro Uribe Vélez, echaron a tierra veinte años de crecimiento nacional.
En 1999, y con un país descuadernado por los violentos ataques de las Farc y la herencia del narcogobierno de Ernesto Samper, el entonces presidente Andrés Pastrana firmó el Plan para la Paz y el Fortalecimiento del Estado, más conocido como Plan Colombia; un acuerdo bilateral con EE.UU. que le garantizaba al país 10 mil millones de dólares hasta el 2016 para luchar contra las drogas, el terrorismo y fortalecer la confianza de los ciudadanos en las instituciones del gobierno. Dinero que aprovechó Uribe Vélez en sus ocho años de mandato para preparar esa máquina bélica que doblegó a las Farc, fomentar el patriotismo e incrementar la percepción de seguridad.
Los métodos de Uribe - reprochables, cuestionables y que lo tienen en un proceso judicial con al menos 295 investigaciones en su contra - allanaron el camino para que su sucesor, Juan Manuel Santos Calderón, negociara la paz con las Farc, redujera los índices de violencia en el país y devolviera la confianza en los ciudadanos e inversionistas extranjeros. Nos abrieron las puertas en Europa y otros lugares del planeta donde antes nos exigían visa para entrar. Se respiraba optimismo, a pesar de que los opositores insistían en que Colombia iba por mal camino y que Santos era un traidor al espíritu uribista.
Las cosas pintaban tan bien que en 2016 el entonces presidente estadounidense, Barack Obama, anunció una nueva etapa del Plan Colombia que se llamaría Paz Colombia. Consistía en un apoyo económico de 450 millones de dólares para “reforzar los avances en seguridad, reintegración de los excombatientes a la sociedad, y la ampliación de las oportunidades y el estado de derecho” (https://bit.ly/3vzNfAZ). En otras palabras, apoyar los acuerdos firmados con las Farc.
Lo único que Iván Duque debía hacer era cuidar lo sembrado. Su plan de gobierno consistía en validar, ejecutar y dar continuidad a lo pactado en La Habana y lo firmado en Bogotá el 24 de noviembre de 2016. Mantener la confianza internacional en la estabilidad que Colombia había logrado y en no dejarse seducir por los cantos de sirena de que apoyar la paz era volvernos comunistas. Ese debió ser su legado. Pero al ser ungido por Uribe como su candidato, y al ser un pusilánime vanidoso incapaz de ir en contra de lo que su patrón le diga, se empeñó en hacer trizas los acuerdos de paz.
Es cierto que le tocaron tiempos difíciles, como la pandemia o la migración venezolana, pero de uno hizo un talk show y con el otro dejó que germinara la xenofobia. El legado de Iván Duque será el del retorno de las masacres y desplazamientos masivos, el asesinato de líderes sociales, el fracking, el del glifosato, el de las GAO (antes Bacrim, antes paras, antes narcos, antes mafias…), el de las disidencias guerrilleras, el que aumentó la brecha social, el que aumentó la pobreza, el que acabó con el equilibrio de poderes, el que le dio todo a los bancos, el que criminalizó la protesta social, el que se llevó de paseo por todo el mundo a su hermano con la plata de nuestros impuestos. Su economía naranja, la que supuestamente impulsaría la industria creativa y cultural, jamás arrancó. Y la plata para la conectividad con fines educativos, se la robaron sus amigos.
Le quedan un par de meses a Duque en el gobierno, pero al parecer no nos desharemos de él tan fácilmente. Como el lobby para regresar a Washington y ocupar un cargo en el BID parece no funcionar, esta semana nos enteramos que quiere ser magistrado de la Corte Constitucional… como si la cabeza le diera para eso. Lo único rescatable es su incansable capacidad para hacer el ridículo y sus memorias, como las que escribe todo presidente en retiro, las puede recrear a punta de memes. Ese será su legado.
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