Fueron tres días de relativo aislamiento y confinamiento a una habitación en la finca. Los síntomas del Covid-19 me tenían con malestar muscular, tos, dolor de cabeza y -todavía- con muchas ganas de dormir; el cóctel de medicamentos que me enviaron, sumados a la ansiedad, me causaron gastritis. Ver los partidos de la Copa América era estar sentado en una esquina de la sala mientras el resto de la familia, que vino a pasar vacaciones, esparcía nubes de alcohol con sus atomizadores, creando barreras para contener el virus.
Puede sonar melodramático, incluso cruel, pero no lo es. Hay quienes la pasan mucho peor con el coronavirus y en este momento están en una UCI o rogando para que les den oxígeno. Pero en esos momentos apartado de los demás por protocolos de seguridad recordé en lo cafres que podemos llegar a ser las personas en función de un bienestar general. Pensé en Agua de Dios.
Este municipio al sur de Cundinamarca fue, desde finales del siglo XIX, una aldea en la que recluían a toda persona contagiada o sospechosa de portar la enfermedad de Hansen, más conocida como lepra. De todas partes de Colombia los llevaban a Agua de Dios para tenerlos aislados, encerrados con doble cerca de alambre de púas y un puente vigilado con guardias como único acceso. Quien entrara estaba condenado a ser señalado, a ser objeto de estudio: los médicos que los trataban hacían las consultas con una vara de tres metros con las que les hurgaban la piel, registra el Museo Médico de la Lepra situado en esta población.
También usaron mujeres gestantes para experimentar con sus fetos en el afán de saber si había un componente genético en esta enfermedad. O llevaban niños sanos de poblaciones cercanas y les inyectaban la bacteria para ver cómo se les desarrollaba. Y allá los dejaban, junto con artríticos y personas con labio leporino, en un sanatorio de horrores justificado en los avances médicos del momento y la palabra de Dios: “Es un leproso, es inmundo. El sacerdote ciertamente (lo) declarará inmundo; su infección está en su cabeza”, dice Levítico 13:44; “Manda a los hijos de Israel que echen del campamento a todo leproso, a todo el que padece de flujo y a todo el que es inmundo por causa de un muerto”, indica Números 5:2.
Aislado en mi habitación me sentía como uno de estos leprosos; todos se mantenían a distancia y procuraban no verme. Era, por así decirlo, deshumanizante. Curiosamente recibí más simpatía a través de las redes sociales que de quienes estaban cerca, pero los entiendo: es el miedo sembrado durante año y medio de pandemia, son las cifras de muertes (4 millones en todo el mundo, según la OMS), las de los contagios, son las advertencias y las alarmas… todo ello encarnado en un pariente.
Detectado el foco de contagio (no fui yo), los demás familiares decidieron hacerse las respectivas pruebas.
Todos salieron positivos, la mayoría asintomáticos. De repente, y como sucedería en Agua de Dios, la dinámica cambió: “Adentro ya había otro mundo, los enfermos y sus familiares no esperaron a que les llegara la muerte sino que comenzaron a hacer la vida dentro de la cerca”, dice un artículo sobre este municipio publicado hace un tiempo por RCN Radio (https://bit.ly/2SXlC5D).
Hoy todos los contagiados estamos aislados, mantenemos el autocuidado, los tapabocas y el frecuente lavado de manos, también nos recordamos de tomar los medicamentos y la moringa. Los niños volvieron a juntarse para jugar y chapotear en la piscina, nos miramos a los rostros durante el almuerzo y la cena, y vemos televisión sin estar fumigándonos de manera constante con amonio cuaternario. Es frágil ese balance entre el afecto y la autoprotección, y la empatía se nos acaba cuando confundimos miedos con certezas.
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