Alejandro Samper


Ante la publicación hecha por U.S. News, que nos califica como el país más corrupto del mundo, la vicepresidenta de Colombia, Marta Lucía Ramírez, solicitó “evidencia científica y estadística” que soporte este argumento. Señala que un sondeo a cerca de 20 mil personas - sin identificar en perfil o nacionalidad - no es suficiente para llegar a esta conclusión. Y es cierto. Para calificar a un país se necesita más gente, sobre todo si se trata de Colombia y sus 49 millones de habitantes.
Es que 20 mil personas son el 0,04% de nuestra población. Una cifra inferior al 0,10% del censo electoral del Valle del Cauca que votó en Cali con cédulas inhabilitadas (3.230 de ellas correspondían a muertos) en las pasadas elecciones regionales. ¡Cuál corrupción, caray!
Según el más reciente informe de la agencia Transparencia Internacional, el país más corrupto del planeta es Somalia. En Sudamérica, Venezuela está primero (quinto lugar en el listado general), seguido de Bolivia, Brasil, Perú y, después, nosotros. Lo curioso es que Brasil y Perú nos ganan, más que todo, por la percepción que dejó en la gente el caso de la constructora brasileña Odebrecht, que en esos países llevó a la cárcel a decenas de políticos, le costó la presidencia a otros y llevó al suicidio a Alan García.
En Colombia, donde también corrompieron, poco o nada ha pasado. No sirvieron las denuncias de Euberto Martorelli, Luiz Antonio Bueno Jr. y su combo de hampones de cuello blanco. Tampoco el rastro y registro de los 11,1 millones de dólares en sobornos a integrantes del ministerio de Transporte, congresistas, la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI), el Invías y el Inco. Es que ni siquiera la muerte “accidental” del ingeniero Jorge Enrique Pizano, testigo clave del caso, sirvió para mover las investigaciones. Todo lo contrario, se le echó tierra al asunto… Literalmente.
Lo que sucede es que la corrupción es tan cotidiana - en la política, en la contratación, en los trámites… - que creemos que sin ella las cosas no funcionan. Hace parte de nuestra historia: desde las coimas que tuvo que dar el ejército libertador a los ingleses para poder armarse, a los sobornos que admitió en 1924 un funcionario de Obras Públicas para que el contrato de la construcción de un puente en Girardot se lo dieran a la empresa United States Steel; pasando por el Proceso 8.000, la parapolítica y proyectos como el metro de Bogotá o Aerocafé, que tienen gerentes, a pesar de que ninguna de las anteriores existen.
Además, cuando se está metido en la cochambre por tanto tiempo - como la vicepresidenta Ramírez - es difícil percibir el hedor. Al punto que lo corrupto se endulza y por eso se le llama “mermelada” al nepotismo (la esposa y el cuñado del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, fueron nombrados en puestos gubernamentales) y al clientelismo (la canciller Claudia Blum y su esposo, José Francisco Barberi, dieron plata para la campaña de Duque).
Pero digamos que lo anterior no convence a Marta Lucía; que ella necesita evidencia científica… Algo que riñe con los planteamientos de Mabel Torres, ministra de Ciencia y Tecnología quien desde que investiga tratamientos para el cáncer con extractos de ganoderma “me separé (de la ciencia)” y ahora trabaja “desde las emociones” (https://bit.ly/2S79ZEC).
Entonces, al ver que la evidencia histórica de la corrupción nacional son insuficientes para la vicepresidenta, y los protocolos y la ética científica valen hongo en este mandato, ya sabemos por qué toca echar mano de las personas chismosas que abordan cada tanto en Carulla al expresidente Uribe. O a la misma Marta Lucía, a quien “tantos niños” se le acercan para agradecerle “por lo que están haciendo en el gobierno” (https://bit.ly/2OflNUt). Unos anónimos salidos del imaginario de ellos a los que sí hay que creerles.
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