Al acabar la jornada del martes - luego de un día con clases y reuniones presenciales, y otras virtuales - apagué el computador y fue como si me hubieran agarrado a palo. Levantarme de la silla me dolió como si hubiese caminado kilómetros, tenía escalofrío y sentí cómo la fiebre empezaba. Luego vino el dolor de espalda y el malestar estomacal. “¡Mierda! Me pilló el coronavirus”.
Me fui a la cama buscando conciliar el sueño, pero en vez de contar ovejas contaba síntomas. Los más habituales, según la autoevaluación que el Gobierno nacional tiene publicada en la internet (y que, por supuesto, revisé a pesar de que todos los días, a toda hora y desde hace un año, nos bombardean con esta información), son los siguientes: Fiebre, tos seca, cansancio. Conté: Dos de tres males.
Otros síntomas menos comunes son los dolores de garganta y cabeza, diarrea, conjuntivitis, pérdida del sentido del olfato o del gusto, erupciones cutáneas o pérdida del color en los dedos de las manos o de los pies. Tenía dolor de cabeza y una diarrea que me hizo desear la pérdida del olfato, pero no. Solo dos manifestaciones de esta lista y ninguna de las graves (dificultad para respirar o sensación de falta de aire, dolor o presión en el pecho, incapacidad para hablar o moverse). “No estoy tan mal, no tengo todos los síntomas”, me dije. Estaba en la etapa de negación.
Esos cuatro síntomas, sumados al dolor en todo el cuerpo, me hicieron la noche imposible. Hice recorridos mentales de posibles lugares donde pude haberme contagiado y de personas con las que tuve contacto. “¡Los estudiantes, carajo!”. Clase presencial esa mañana y, a pesar de las medidas de bioseguridad y mantener la distancia, uno no está al 100% seguro de que las micropartículas del Covid-19 queden atrapadas en el tapabocas y eliminadas con los antibacteriales y el lavado de manos.
“La reunión de la mañana donde me quité el tapabocas para comer algo. ¿Los habré contagiado? ¿Me contagiaron? No, no es posible que en menos de doce horas desarrolle los síntomas cuando se estima que la ventana es de cinco a seis días desde que uno se infecta”. Agarro el celular; recién es medianoche y reviso la información oficial sobre este virus: Un infectado puede tardar hasta 14 días en presentar indicios de la enfermedad.
Entonces la cabeza viaja a finales de enero. “¿Dónde estuve? ¿Quién fue el malparido que no se cuidó y me infectó?”. Ya estaba en la etapa de la ira. Quería encontrar al culpable… “Mi hija, maldita sea, ella estuvo en ese parque jugando con otros niños y quién sabe si en sus familias se cuidan. ¡Culicagados!… El del domicilio; no lo vi rociar la bolsa con antibacterial… ¡Jueputa, las mandarinas del supermercado! Son capaces de echarles una laca pegachenta a la cáscara, pero no de desinfectar a las muy manoseadas”.
En medio del insomnio y la preocupación, comencé la etapa de la negociación. Esperaba que los síntomas que tenía no fueran del covid sino de un cálculo renal, uno de los peores dolores que he tenido. Quise que fuera una de estas piedras atascadas en el riñón o la uretra en vez del coronavirus porque había abrazado a mi hija, a mi sobrino, a mi hermana, a mi papá y mi mamá. No quería ser el responsable de contagiarlos, de que se enfermaran y, quién sabe, terminaran en una UCI. Me entristecí y quise morirme; no sería capaz de seguir adelante con semejante cargo de conciencia.
Amaneció y no quería que nadie me viera o se me acercara. Era como uno de esos personajes de las películas de zombis que saben que están contaminados, entregados a su fatalidad y con la angustia de que una vez se transformen serán una amenaza para quienes lo rodean.
Muerto en vida, como estaba, volví a repasar los síntomas: Ya no me dolían el cuerpo y la cabeza, seguía con olfato y gusto, y lo único que seguían eran los cólicos y sus consecuencias. Me contacté con personas con las que había estado y todos estaban aliviados. Ninguno con Covid-19.
Apelando a la responsabilidad me aislé el resto de la semana y di clases por videoconferencia, mantuve el contacto físico con mi familia al mínimo y para cuando escribo esta columna ya no tengo ningún síntoma. Al final terminó siendo un rotavirus activado por los cambios de temperatura de los últimos días y algo que comí. Un alivio, pero el miedo que sentí de poder exponer a mis allegados y estudiantes al coronavirus no se lo deseo a nadie.
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