El pasado 8 de enero se dio la noticia del fallecimiento de Michael Lang, el legendario creador del festival de Woodstock, que en 1969 reunió unas 400 mil personas en un campo de Bethel (Nueva York) para escuchar una treintena de artistas. La mayoría de los asistentes se colaron y no pagaron la entrada de 18 dólares, lo que llevó a los organizadores del concierto a quedar con una deuda estimada de 1,8 millones de dólares; un “descalabro financiero” reportó entonces la revista Rolling Stone.
Los empresarios tardaron años en recuperar la inversión y fue solo gracias a la venta de discos y el documental sobre el festival de tres días de paz, amor y música. Años más tarde, en 1994 y 1999, el mismo Lang y sus socios organizaron versiones actualizadas de Woodstock, esta vez plagado de patrocinadores, sobrecostos, desastres, violencia y, una vez más, ruina.
Quienes están en el mundo de la organización de conciertos saben lo difícil que es esta empresa. Cuadrar fechas, encontrar escenarios, pagar impuestos y seguros, que haya audiencia… hasta la política internacional interfiere, como lo narra con humor Julio Correal, uno de los empresarios que trajo a Guns n’ Roses a Colombia en 1992. Es un negocio caprichoso y hacer dinero es al albur.
Este año vendrán a Colombia decenas de artistas para todos los gustos y pelambres; del cantautor catalán Joan Manuel Serrat al post-punk darkwave bielorruso de Molchat Doma, pasando por el pop de Coldplay, Miley Cyrus, Dua Lipa y Harry Styles al reguetón de Bad Bunny y el rock clásico de Kiss. Uno más espectacular que el otro y con entradas a precios millonarios. Con una inflación del 5,6% en el 2021 y con incrementos mayor al promedio en alimentos (17,2%), y donde el 76,6% de los hogares no puede ahorrar, el 65,8% no tiene para comprar ropa o zapatos y el 86,4% no tiene con qué salir a vacaciones, según el Dane, ¿de dónde sale tanta plata para estos eventos y comprar tiquetes?
Estas empresas culturales, al igual que todo el mundo, quedaron en pausa con la pandemia, afectando los ingresos de artistas y promotores. Una vez relajadas las restricciones sociales y gubernamentales para estos espectáculos, sumados al afán de las personas por volver a esta clase de actividades, la oferta de cantantes y grupos están a la orden del día. Algunos acomodando la agenda, otros sumando fechas y países, todo con el fin de recuperar el tiempo y dinero perdido.
La entrada normal para un día del festival Lollapalooza Chile cuesta $425.600, mientras que la boleta para el Estéreo Picnic está en $537.000, siendo el mismo cartel en ambos países. Entran en juego entonces los impuestos y el margen de ganancia de los empresarios. Por ello deben asociarse empresas de diferentes países con el fin de generar el suficiente músculo financiero para cubrir los gastos. Y, generalmente, dan ras con cantidad; si tienen ingresos es más por la venta de mercancía y souvenirs, que por boletería.
Colombia no es amable con la empresa cultural. A pesar de la Ley 1493 de 2011 que disminuyó los parafiscales del 33% al 10%, con el paso de los años la carga tributaria actual en una boleta es del 28%. O sea, no se hizo nada. Por ello algunos empresarios deben recurrir a actividades como la reventa de boletas para cuadrar caja y tener ganancias… como lo hizo la Federación Colombiana de Fútbol con las entradas para las eliminatorias al mundial de Rusia 2018. O asociarse con esos “emprendedores” de dudosa economía, como ocurre con Diomar García Montaguth, el empresario que este año llevará a Bad Bunny a Medellín. Este personaje, según investigaciones de la Unidad de Lavado de Activos de la Fiscalía (https://bit.ly/3o8oau6), estuvo relacionado con el narcotraficante Luis Enrique Pérez Mogollón, alias El Pulpo.
La mafia y los empresarios de conciertos siempre han ido de la mano: Frank Sinatra y su amistad con el gánster Willie Moretti, a los carteles mexicanos y Vicente Fernández. Es una vía rápida para lavar dinero. Cuentan que la última decepción del legendario Lang fue no haber podido celebrar, en 2019, los 50 años de Woodstock con otro festival lleno de artistas. Simplemente las cuentas no le dieron y los costos de seguros y boleterías serían altísimos. En Colombia, en cuestión de una década, el señor García Montaguth pasó de tener tres tiendas en Cúcuta a ser el megaempresario de los conciertos en el país, y darse el lujo de regalar palcos para sus amigos: abogados cantantes y tipos de cadenas de oro con su prepago al lado.
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