En la carpeta tenía escribir de la vacuna para la covid-19 y de cómo desde ya se habla de que los políticos colombianos usarán este medicamento para hacer proselitismo en tiempo preelectoral. O sea, un tema de corruptos. También tenía lo de la jornada laboral y cómo el expresidente Álvaro Uribe - que decía que a este país se lo estaba comiendo la pereza y nos puso a “trabajar, trabajar y trabajar” sin horas extras ni recargos nocturnos - dice que se deberían trabajar 42 horas y no 48 como ahora. Y aumentar el salario y las jornadas de descanso. Pero lo hace en cuerpo ajeno, esta vez a través de su hijo Tomás, a quién ungen como su sucesor. O sea, un tema de mentiras, delfines y populismo.
Ya habrá tiempo para discutir estos temas que, además, se repiten: Si no es con la vacuna es con el PAE, las CAR, las EPS, las regalías, los subsidios… Si no es el hijo de Uribe entonces son los herederos de Galán, de Lara, de Gaviria, de Samper, de Pastrana, de Turbay, de Lleras, de Santos, de los Char. Colombia es un eterno ‘copy paste’ de corrupción, oligarquías e impunidad.
Cambié de tema tras ver el documental Rompan todo, que estrenó esta semana la plataforma Netflix, que hace un repaso de la historia del rock en Latinoamérica. Una narrativa contada desde los dos extremos de este movimiento, México y Argentina. De cómo el rock se usó como herramienta de protesta, de vía de escape, ante la represión de las dictaduras que padecieron chilenos y argentinos; de denuncia ante hechos como la masacre de Tlatelolco (1968), de las crisis económicas que derivaron en el Efecto Tequila (1994) y el Corralito (2001); contra los gobierno corruptos de Ménem y Salinas de Gortari.
Todo esto se reflejó en canciones, grupos y nuevos sonidos. En rebeldía que, en la voz de Billy Bond y la Pesada del Rock and Roll, llamaba “idiotas” a quienes se negaban salir al sol y ver que las cosas debían cambiar. “¡Rompan todo!”, gritó el mismo Billy Bond, no solo refiriéndose al establecimiento físico donde hacían su recital sino al status quo.
Contrario a lo que suele verse en los documentales de rock, aquí el único exceso que se evidencia es el de la represión. El de temer “a la ley y a un palazo en la nuca” (¿No te sobra una moneda?, 1979) por cantar lo que cantaban, llevar el pelo largo y vestir como vestían. El del mercado que no veía con buenos ojos que algunos artistas se distanciaran del patrón tradicional rocanrolero para buscar una identidad propia.
En medio de este sonido estéreo que recorrió Latinoamérica de norte a sur, Colombia está en medio como una escala obligada del documental. Nosotros tenemos historias de terror, a veces más salvajes que las de nuestros vecinos, pero poco o nada se han reflejado en la música, especialmente en el rock. No tenemos esa tradición; lo nuestro es la cumbia, el currulao, los bambucos y todas las vertientes que salen de estos ritmos. Son sonidos de fiestas y evocaciones, alegres o melancólicos, pero contestatarios a cuentagotas.
Colombia es pletórica en música. José Fajardo, periodista que escribe de estos temas para el diario El Mundo de España, señaló esta semana que nuestro país es “la mayor potencia mundial en música” y que lo lleva siendo desde hace varios años. Tenemos cantantes que se destacan en sus géneros como Shakira, Juanes, Maluma o Totó la momposina, pero no parecen estar comprometidos a cambiar la estructura tradicional del establecimiento, como lo sugiere el rock.
Nuestros talentos no piden romperlo todo; hacen lo contrario, adoran juntarse con los poderosos y los corruptos. Basta ver cómo la revista Semana dio su portada a J Balvin, una superestrella del reguetón, quien califica de “bacanes” a unos personajes a los que se les ha demostrado que son tóxicos, que rayan en lo criminal, pero que hacen parte de la ideología de la nueva línea editorial de esta publicación. La complacencia, sin duda, da más réditos y millones que la rebeldía.
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