Si yo tuviese un salario de $35 millones mensuales, como los congresistas colombianos, tampoco aceptaría un recorte en el sueldo. Sobre todo, si es mi primera vez como senador. Un mes y saldría de muchas deudas, dos meses y las tendría saldadas, tres y podría garantizar la educación de mi hija para el año siguiente, cuatro e invertiría en mi salud y pensión, cinco y pensaría en la cuota inicial de un apartamento, seis y comenzaría a ayudar económicamente a familiares y antes de terminar el semestre habría alcanzado objetivos materiales que muchas personas proyectan en su vida (juguetes, paseos, comidas)… y tan solo trabajando de manera presencial tres días de la semana.
Los congresistas que actualmente se oponen a reducir su salario alegan que, con los recortes de impuestos y descuentos legales, el salario no es tan alto. Que queda en unos $25 millones o un poco menos. Igual, creo que es más que suficiente y no tendría problema en pagarme mis almuerzos o llevarlos en una lonchera; tampoco en cubrir gastos de transporte. Millones de ciudadanos lo hacemos todos los días y ganando infinitamente menos.
Pero ese soy yo que, como el 90% de colombianos y para sorpresa de influyentes periodistas como Yamid Amat, nos la tenemos que apañar con menos de $10 millones al mes. Es más (aunque lo correcto sería “es menos”), con salarios inferiores a los $5 millones; ingresos que no reflejan la inversión hecha en estudios, preparación o experiencia y que uno acepta para no sentirse inútil; porque a veces es lo único que hay.
La justificación de los estratosféricos salarios de nuestros congresistas es que al tener tan buenos ingresos no caerían en la tentación del soborno. Sin embargo, el Congreso es la institución más desprestigiada de la nación y es constantemente foco de casos de corrupción. El caso del senador caldense Mario Castaño es el más reciente de esas ratas que se hacen llamar “honorables parlamentarios”. Para acceder a uno de estos puestos hay que invertir millones y millones de pesos, por lo que los candidatos acuden a padrinos y empresarios que les ayudan financieramente a cambio de ayudas en leyes e información privilegiada. Luego, para sostenerse, toca armar un entramado de puestos, cargos y favores políticos; comienzan desde sus Unidades de Trabajo Legislativo - UTL y escalan hasta los ministerios o la familia presidencial, como en el caso de Las Marionetas. Todo esto requiere dinero y, como muchas veces no puede justificarse, debe salir del bolsillo del congresista.
Es entonces cuando los parlamentarios hablan de “visitar los territorios”, “reunirse con comunidades, gremios y academia”, como trinó la senadora Isabel Cristina Zuleta, quien antes de ser elegida alegaba que los salarios de los congresistas eran “absurdos” pues servían para “acumular riqueza personal”. Es en esas idas a los territorios y encuentros con ediles, concejales, empleados públicos y caciques regionales que se engrasa la maquinaria política. Claro, también se discuten proyectos sociales y de infraestructura, pero si algo nos ha enseñado nuestra clase dirigente es que es en estos momentos cuando se cambian los favores por contratos y se trafican votos por puestos.
Que sería positivo que los congresistas se disminuyeran sus salarios y gastos de representación, sería muy bueno. Enviaría un mensaje de austeridad, cuidado del erario y respeto hacia los colombianos que confiamos en que cumplirían su palabra. Que sería bacano que, como los parlamentarios suecos, hicieran fila y pagaran su almuerzo en el casino de alimentos del Senado, sería excelente. Es conectarse con el mensaje de equidad que el actual gobierno vende.
Empero es bien difícil que suceda. Primero, por todo lo expuesto anteriormente. Segundo, al momento en que a uno le entra ese billete a la cuenta del banco se dispara la naturaleza ambiciosa, angurrienta y arribista que llevamos dentro. Si no que lo diga el Vaticano.
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