Para ningún mandatario que haya tomado posesión del cargo el 1 de enero ha sido un año fácil. A tan solo tres meses de juramentarse como alcaldes o gobernadores debieron guardar a todo el mundo por culpa de la covid-19. Después, lidiar con sus consecuencias: economía en recesión, negocios quebrados, empresas con producción mínima, fronteras cerradas, comunidad preocupada, oficinas a media máquina, transición a la virtualidad sin estar preparados y la amenaza latente de que la enfermedad afectará a un grupo grande de la población y llevará a la tumba a otros tantos.
El encierro, además, sirvió para que fuese más fácil poner la lupa sobre sus actuaciones. No hay distracciones - ni fútbol, ni cine, ni conciertos, ni fiestas, ni celebraciones, ni homenajes - que sirvan para distraer al pueblo o a los detractores. La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, salió a mercar junto a su pareja, cuando había dicho que eso estaba prohibido, y lleve… Pillada y grabada con un celular. Pague la multa, pida perdón, aguántese la burla en redes sociales y pierda puntos de popularidad.
Y es ese punto, la popularidad, la que afecta al alcalde de Manizales, Carlos Mario Marín. No solo le tocó el chicharrón del coronavirus sino que se quedó sin vitrina. Él - que se hizo a un nombre como concejal por las controversias y peleas con sus colegas que por su eficacia en el control político, y que llegó a la Alcaldía más por la bulla en la calle y las redes sociales - la debe estar pasando muy mal sin un escenario donde exhibirse.
Hasta esta semana, que por orden presidencial se permite regresar a esa nueva “normalidad”, no podía salir a la calle y abordar a los ciudadanos. Tampoco pedalear exhibiendo su banderín verde por la improvisada ciclobanda sobre la Avenida Santander y que el Juzgado Séptimo Administrativo del Circuito le ordenó desmontar. En su necesidad de mostrarse, Marín usó las redes sociales para conectarse con los manizaleños pero cada salida suya era un desaguisado: Medidas que parecen improvisadas por la premura o demora en anunciarlas. O por su evidente torpeza, como no consultar en un inicio con el alcalde de Villamaría los números del pico y cédula para facilitar la movilidad entre municipios vecinos.
Ya antes, en este espacio, había escrito que Carlos Mario Marín es una “inhabilidad ambulante” en potencia, por sus arrebatos de niño caprichoso. Lo vimos en la respuesta que dio a este medio sobre el uso de los dineros públicos y el salario de algunos de sus funcionarios (“creo que mayores explicaciones no debo darle de cuánto le pagó a cada uno de mis funcionarios (…) Sin duda alguna, la información es pública, pero yo veré cuánto les pago”). O por querer exponer al escarnio público de las redes sociales al funcionario que les ganó una demanda y que debe ser reintegrado a su cargo. Una actitud más cercana a la rabieta de un adolescente dolido que a la dignidad de un mandatario en ejercicio.
No es que los alcaldes anteriores no hayan hecho sus chambonadas, pero al menos podían matizarlas con algún evento o concierto gratuito de música popular. O un desfile de perritos o una pista enjabonada sobre el asfalto de la avenida, que dejó a algunos niños con lesiones y fracturas. Actividades que permitían destinar dineros del erario para pagar favores, pero la gente estaba distraída, gastando y en la calle. No encerrada, mamada o ansiosa, y con la lupa en la mano para ver dónde la va a cagar el errático, arrebatado e inseguro de Marín (o sus asesores Espejo o Meneses).
Sí, por las circunstancias globales de la pandemia a Carlos Mario le tocó bailar con las más fea… pero es que ni le coge el paso ni sabe bailar.
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