Alejandro Arias Díaz

En la sociedad actual, la discusión sobre medio ambiente comenzó a tener eco en la agenda internacional desde el año 1972, cuando se realizó en Estocolmo la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano. Desde entonces, se han realizado un sinfín de cumbres, congresos, protocolos y encuentros internacionales; también se han publicado miles de artículos, informes y documentos en los que se ha concluido, cada vez con mayor certeza y argumentos más contundentes, el riesgo al que está enfrentándose la vida en la tierra por la insostenibilidad de las dinámicas socio-culturales y económicas de la civilización humana.
Los principios obsesivos de crecimiento que fundamentan el modelo económico se han vuelto adicción para los países ricos y necesidad para los países pobres. Es problemático que la salud del sistema económico sea medida a partir del aumento en la producción interna bruta, aislando de la ecuación los graves desastres ecológicos y las profundas injusticias sociales que conlleva el modelo capitalista y neoliberal. La maximización de la producción funciona agotando y contaminando recursos naturales, interrumpiendo y alterando procesos geosistémicos, así como acrecentando los beneficios únicamente a los que ya son ricos.
Colombia es un país cuya legislación ambiental comenzó a fortalecerse desde la reforma a la Constitución en 1991. Por ser un país altamente amenazado y vulnerable al cambio climático, particularmente durante la última década ha generado documentos valiosos de análisis, planificación e intervención socio-política, económica y ambiental, en procura de un país resiliente a dichos procesos de riesgo.
El Departamento Nacional de Planeación (DNP), en el 2015 estimó económicamente el valor de la degradación ambiental en Colombia a partir de los efectos causados en la salud humana, por la contaminación de agua y aire. Se encontró que el 2,08% del producto interno bruto de ese año, es decir 16,6 billones de pesos, equivalen al valor total de la degradación ambiental en Colombia, proporcionales al costo en muerte y enfermedad de la población por mala calidad del aire y deficiente acceso al agua potable y al saneamiento básico.
Es llamativo que, en el 2020, también el DNP haya estimado el costo de la financiación efectiva a la adaptación al cambio climático (entendida como la diferencia entre los recursos necesarios y disponibles para cubrir las necesidades en materia de adaptación, que es el proceso de ajuste a los efectos presentes o esperados de la crisis climática). La conclusión que presenta es que la inversión anual en adaptación debe ser el 0,2% del PIB hasta 2030, que, a pesos del 2019, corresponde a 2 billones de pesos anuales aproximadamente.
Es evidente la desincronía de ambos análisis, toda vez que el país gasta 8 veces más destruyendo su ambiente que ajustando sus procesos para prevenir y mitigar las consecuencias de su insostenibilidad. Esto, además, en el país donde más probabilidad tienes en el mundo de ser asesinado por tener liderazgo socio-ambiental en tu comunidad.
Las primeras referencias que documentan la estrecha relación entre el ambiente y el bienestar humano se remontan a textos de Platón y culturales orientales (e.g. Budismo o Taoísmo), así como también, se evidencia en los conocimientos de la cultura de los pueblos indígenas de América y en los escritos naturalistas del siglo XVIII.
Hasta que nuestra sociedad actual pueda comprender lo que fue reconocido hace tanto tiempo por otras sociedades humanas y tomemos decisiones socio-políticas y económicas que realmente prioricen la vida y la armonía con la naturaleza, estamos destinados a sufrir el colapso cultural de una civilización que supo anticipadamente la causa de su autodestrucción, y eligió ignorarla por alimentar su codicia material.
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