“Caminar es el gran placer para el cuerpo, pues todo está hecho para ello”. Eso escribió hace casi un siglo Fernando González, el filósofo de Otraparte, en su «Viaje a pie», el libro que dio a luz luego de una travesía a pie, a caballo y en tren con Benjamín Correa, su compañero de juzgado, desde Envigado hasta el Ruiz y Buenaventura, pasando por El Retiro, La Ceja, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Neira, Manizales, Armenia y Cali.
“El gran efecto del excursionismo es formar caracteres atrevidos”. El recorrido empezó el 21 de diciembre de 1928 y terminó el 18 de enero de 1929, cuando González tenía 33 años. Como escribir inmortaliza la voz, pude viajar con él este domingo, cuando caminé 12 km. en el Parque Nacional Natural de los Nevados para conocer la Laguna del Otún.
“El frailejón, arropado todo él en su lana amarilla crema, es religioso; una religiosidad pura, que acompaña también a la nieve, al cráter y a los arenales”. Veo musgo, rocas y florecillas, pero pocos frailejones. El día despejado nos regala al Ruiz cobijado en ceniza, en un gris que contrasta con el impoluto Santa Isabel. Vemos una enorme montaña pelada, que luce como un derrumbe: el guía explica que allí estuvo el glaciar del Nevado del Quindío, hoy paramillo, como los de Santa Rosa y El Cisne. ¿Qué tanto cambió el paisaje que vio Fernando González frente al que veo yo? Las fotos muestran al autor ante un Ruiz blanquísimo. ¿Habría fumarola? ¿dirían “tremor volcánico” con la frecuencia de hoy?
“El ignorante se aburre en los caminos; sólo percibe las sensaciones de cansancio y de distancia. Es como un fardo. Su alma está encerrada en la carne”. Nos detenemos para observar el vuelo de uno de los 61 cóndores que hay en Colombia. Hace años vi uno enjaulado en el Zoológico del Bronx y sentí impotencia. También vemos dos águilas volando en círculo y un cusumbo solo. La laguna del Otún es grande y oscura. La acompañan tres cascadas y el silbido del viento. Dejo registro del inventario para que el lector del futuro calcule el paraíso perdido.
El guía anuncia que al glaciar del Santa Isabel le quedan cinco años. Lo contemplo como a un desahuciado terminal. En mi duelo trato de imaginar la montaña blanca convertida en peladero. Cuando González vino todos estos paramillos tenían nieve. Miro las cimas y concluyo que así fue como él estructuró su libro: saltando de tema en tema, entre un párrafo y el siguiente, con la misma velocidad con la que la mirada brinca de un pico a otro: de Miguel Abadía Méndez a la castidad, del mundo de los abogados al conservadurismo, de la metafísica a los pistilos y los estambres.
“Somos el joven sensual para quien todo es el tacto. Los sentidos son tacto especializado. Los ojos tocan las cosas que ven (…) tacto son los nervios óptico, auditivo, olfatorio…, y especializaciones del tacto en devenir son la intuición, la adivinación, la telepatía…”. Camino sin contar los pasos ni escudriñar el piso. Sigo el consejo de Fernando González: mis ojos van tocando las altas cumbres, que solo logro acariciar con la vista porque a 4.100 msnm falta el aire. Escribir se parece a eso: a juntar letras como pasos, sin detenerse en la operación del tecleo, del movimiento de los dedos, que es tan mecánico como el de los pies. Hay que concentrarse en pensar hacia dónde nos lleva el texto en este viaje a pie con escalada por los recodos de la mente. Escribir es hallar palabras que permitan asir ideas e imágenes que se escapan como el cóndor, y que apenas se alcanzan a rozar o intuir. Para la escritura también hace falta aire que oxigene los conceptos. “Nos llamamos filósofos aficionados para no comprometernos demasiado”.
“Colombia está marchita como planta en verano porque no hay partidos políticos y únicamente hay ladrones que gobiernan sin concepto de patria, que es el de la solidaridad con los que conviven bajo el mismo cielo”, escribió Fernando González en 1929. Considero que en este aspecto el paisaje sí se conserva intacto.
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