El 18 de octubre publiqué la columna “No es broma, es violencia”, en donde transcribí los cantos misóginos de militares del Batallón Ayacucho, que grabé desde mi casa la noche del 12 de octubre. No fue la primera vez que los oí: en diciembre del 2018 publiqué “Cantar y disparar”, otra columna sobre el mismo tema.
¿Por qué una fue tan comentada y la otra no? ayudó que el Bloque Feminista de Manizales, que reúne 11 organizaciones que trabajan asuntos de género, le exigió en un comunicado disculpas públicas al Batallón. Luego se sumó la Asamblea Departamental y con el paso de los días otras entidades.
Lo que ocurrió después fue una bola de nieve. Otros medios hicieron eco de los cantos ofensivos y empecé a recibir muchos mensajes: “Eso lo han cantado toda la vida”, “Le comparto este que le tocó cantar a mi sobrino hace 20 años” o “presté mi servicio en 1992 en Coveñas y cantábamos cosas en dónde advertíamos que las mujeres serían violadas”. Fueron tantos que el 25 de octubre publiqué en Twitter 40 testimonios sobre cantos militares misóginos en distintas épocas y lugares del país.
Como columnista me interesan los debates públicos argumentados y por ello celebré la conversación alrededor de este tema. Cuando me dicen “yo a esos cantos no les veo nada de malo” pienso que la frase revela lo normalizada que está la cultura patriarcal en hombres y mujeres. Algo parecido me pasa cuando me piden que critique el reguetón: comparar a un cantante con militares armados pagados con recursos públicos, que tienen la misión de protegernos, evidencia que aún falta apropiación sobre nuestros derechos y deberes constitucionales. La afirmación “yo canté eso, pero nunca he matado a una mujer ni le he pegado” desnuda la permisividad sobre violencias simbólicas.
En esta conversación pública vi una enorme oportunidad para el Ejército: la de revisar una cultura oral arraigada y extendida. Una tradición tan vieja que en “Guadalupe años sin cuenta” la obra de 1975 del Teatro La Candelaria, un grupo de soldados trota y canta: “los soldados desertores son los hijos de las putas”. Si las fuerzas militares admiten que ha habido promoción, tolerancia o pasividad en distintos batallones y épocas sobre este tipo de lenguaje es posible corregir con pedagogía: no solo hacer explícita la prohibición de esos cantos sino también fortalecer la formación en asuntos de género y derechos humanos.
Lamento que el Ejército desperdicie esta oportunidad de reconocer un problema y, en cambio, asuma una actitud negacionista: el comunicado del Batallón Ayacucho del 22 de octubre dice que “los cantos o animaciones referenciados no corresponden a ninguna instrucción o doctrina militar impartida dentro de la institución” y que “se inició la verificación correspondiente para identificar a los uniformados que habrían incurrido en esta mala práctica”. Sobre las disculpas, ni mu.
Según el Batallón, como en ninguna cartilla aparece la orden escrita de cantar esas letras entonces son casos aislados de manzanas podridas. La solución es punitiva y no pedagógica: sancionar soldados que en una organización jerárquica tienen nula posibilidad de rehusarse a cantar lo que allí aprenden. Para la indagación disciplinaria me citan como testigo y aunque les dije que mi testimonio es prueba superflua porque no tengo nada para agregar, me fijaron audiencia para el 14 de enero. Es posible entonces que la investigación fracase por mi incapacidad para individualizar militares cantantes y no por la incapacidad del Ejército para identificarlos.
Vuelvo a escribir sobre esto porque sigo pensando en la importancia de la transformación cultural desde la pedagogía sobre asuntos de género y ahora, además, sobre libertad de expresión. Los periodistas tenemos deberes ciudadanos, pero si por cada denuncia que publicamos nos citan como testigos y nos advierten que “el incumplimiento a esta diligencia le hará acreedor a las sanciones de ley” se sienta un precedente nefasto para el ejercicio profesional: aunque tengamos derecho a la reserva de las fuentes muchos se abstendrán de investigar y publicar: algunos por sentirse intimidados y otros porque qué desgaste ir a audiencias por cada denuncia publicada.
Alfredo Molano escribió en Cartas a Antonia: “Las guerras, lo sabrás algún día, se pierden por el honor de los militares”. Por defender el honor militar el teniente Jesús María Cortés, comandante del Batallón Ayacucho, le disparó en 1938 a Eudoro Galarza Ossa, el primer periodista asesinado en Colombia por ejercer su oficio. Un acto simbólico de disculpas públicas sobre los cantos misóginos sería reparador y constructivo, pero el orgullo vestido de honor militar bloquea esa oportunidad.
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