Dice Wikipedia que esa expresión coloquial de “los tiempos del ruido” tiene una fecha exacta marcada en el calendario: el domingo 9 de marzo de 1687 a las 10:00 p.m. se escuchó en los alrededores de la villa de Santafé de Bogotá un ruido “misterioso y fortísimo de origen desconocido, acompañado de un intenso olor a azufre, con una duración aproximada de 15 minutos”.
Cuando se habla de “los tiempos del ruido” se alude entonces a un tiempo remoto, de hace exactamente 334 años. Sin embargo, si comparo la vida colonial con lo que tenemos hoy concluyo que los tiempos del ruido son los actuales, aunque coincido con Wikipedia en la ubicación: los tiempos del ruido ocurren aquí y cualquiera que haya viajado al exterior puede ratificarlo.
En “Lo que fue presente” Héctor Abad Faciolince narra una visita al emblemático Café Tortoni de Buenos Aires, en donde pasó una grata noche observando y escribiendo, con voces y bolas de billar como sonido de fondo. En su descripción del lugar destaca “esa virtud que nunca acabará de ponderarse en los mejores cafés de este mundo: ¡no ponen música!” y en contraste señala que “la música en Colombia es una receta siempre presente para que nadie piense en nada, para que nadie recapacite en medio del horror”.
De los cinco sentidos sólo los olores y los sonidos son invasivos: uno decide dejar de mirar, de tocar o de paladear, pero no siempre puede decidir qué oler y qué escuchar. El olfato suele tener un alcance próximo, pero, en cambio, los decibelios que acá acostumbramos hacen que vivamos sometidos al gusto sonoro de los vecinos.
Ese gusto puede ser vallenato, despecho o reguetón, pero también videojuegos o videos en general, porque la proliferación de pantallas no ha ido emparejada con la masificación de los audífonos que garanticen que los dispositivos electrónicos sean de uso personal. Peor que un desconocido conversador en el asiento del lado de la buseta o el avión puede ser el compañero de viaje al que no se le ocurre pensar que uno no está interesado en oír lo que él sí.
Acá prolifera el ruido: el grito del locutor, el escándalo en las redes sociales, el altoparlante en los almacenes. En las polémicas de ciudadanos que se quejan por el ruido de las campanas o los cantos de una iglesia la discusión suele desviarse hacia lo religioso y alejarse de donde debería estar: los límites de ruido permitidos en cada municipio y la inoperancia de las autoridades por hacer cumplir la norma.
A los que aconsejan: “si no le gusta el ruido, aléjese de la ciudad”, les cuento una experiencia reciente: fui a la playa con ganas de descansar. El día estaba radiante y el mar se veía espectacular. Se veía pero no se oía. A pesar de estar a menos de cinco metros no alcanzaba a escuchar las olas por la interferencia en la carpa del lado: un parlante con salsa a todo volumen. Hay gente que viaja durante horas para ir a oír lo mismo que escucha en la sala de su casa.
Me gusta el silencio para dormir, leer y escribir, y creo que la paz se parece mucho a compartir el mutismo con alguien, sin tener que preguntar ¿te pasa algo? Sin asumir la calladera con sospecha. Valoro el silencio para apreciar el canto de los pájaros, el sonido del agua (el mar, la lluvia, el río), la risa de mi hija, la música, los pódcast, la conversación tranquila.
En cambio, los vecinos de El Cable denuncian todas las semanas el alto ruido de los negocios aledaños. “Se escuchan los borrachos de la terraza de la Fonda del Cable a cuadras”, leí esta semana en Twitter. Hace dos años Corpocaldas dijo que las actividades de ocio en el centro y El Cable son fuente de contaminación por ruido: entre 60 y 70 decibelios cuando el límite nocturno son 55 en el sector comercial.
Me pregunto si este permanente griterío social nos mantiene aturdidos. Si tanto ruido en todas partes y tan poca predisposición para el silencio serán causa o consecuencia de lo atrofiada que tenemos la capacidad de escucha; uno de los grandes problemas de nuestra sociedad.
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