Para muchos, incluso en medio de la pandemia, vacaciones significa pasear y pasear significa abandonar las ciudades, dejar de ver noticias, silenciar el celular y conectarse con la naturaleza.
Irse de vacaciones es un estado mental: es disponerse para disfrutar sensaciones visuales, sonoras, olfativas y táctiles que descansan la mente: es oír el mar, el río, la quebrada. Es sentir la arena en los pies, o el viento frío que golpea la cara; es cambiar de clima y en consecuencia de ropa y admirarse por la velocidad con la que transcurre un atardecer, la solemnidad de un cóndor, el clavado de pesca de un pelícano, la elegancia de una garza, o el canto de un grupo de loros en pleno vuelo.
No practico el avistamiento de aves pero sí he disfrutado su sonido y plumaje en parques como Los Alcázares o el Bosque Popular el Prado, en donde es tan fácil ver pájaros carpinteros, o en la Reserva del Río Blanco, en donde la variedad es mucho más amplia. Hace dos años, en el valle de La Samaria, en San Félix, pude ver gozar el vuelo de un águila y también algunos loros orejiamarillos.
El loro orejiamarillo es una especie en vía de extinción que habita en donde hay palma de cera. El bosque de palma de cera de San Félix es tan grande y está tan bien conservado que ha permitido que allí se reproduzca este loro de más de 40 cms., que cada día es más difícil de ver, como son también cada día más limitados los espacios para la palma de cera, el árbol emblema de Colombia.
Aunque la palma de cera se asocia con el Valle del Cocora, en Quindío, hay también otros lugares del país en los que crece majestuosa. En el Páramo de la Yerbabuena, en zona rural de Roncesvalles, en los límites entre Tolima y Valle, Gonzalo Cardona Molina creó en 1998 la Reserva ProAves Loros Andinos, para proteger a estos animales: en el primer conteo que hizo identificó 81 individuos y en el último censo nacional de loro orejiamarillo y cotorra coroniazul contaron 2.895 loros en Roncesvalles.
Lo que para los citadinos es un paseo de vacaciones, salir a ver loros o palmas, ballenas, corales o guacamayas, para algunos es un compromiso a tiempo completo por la defensa de un hábitat, un territorio, un paisaje, un ecosistema. Un proyecto de vida y también, infortunadamente, de muerte.
El regreso de las vacaciones coincidió con la noticia sobre el asesinato del líder ambientalista Gonzalo Cardona Molina en zona rural de la vereda La Unión, de Tuluá. Su crimen se suma al asesinato de Juana Perea, opositora al Puerto de Tribugá en Nuquí, Chocó, ocurrido en octubre pasado; al de Alejandro Llinás, opositor de la caza furtiva y con trampero de armadillos, tigrillos y osos hormigueros en la Sierra Nevada de Santa Marta, y al de Carlos Aldario Arenas Salinas, promotor de la Ruta del Cóndor en el Nevado de Santa Isabel, ocurridos en 2019. Por sus crímenes y los de otros muchos, la ONG Internacional Global Witness dijo el año pasado que Colombia encabeza el ranking mundial de asesinatos a líderes medioambientales: en 2019 murieron violentamente 212 defensores ecológicos en todo el mundo y 64 de estos crímenes ocurrieron en Colombia.
Al inicio de las vacaciones el Gobierno sacó de la Dirección Nacional de Parques Naturales a Julia Miranda, quien llevaba 16 años defendiendo los parques del interés que grupos legales e ilegales tienen sobre territorios protegidos. Su salida y la pandemia de crímenes de ambientalistas, que no cesa, evidencian que, en algunos paisajes con agua pura, verdes intensos y fauna silvestre, la guerra no tiene días de descanso.
Esta columna empezó hablando de vacaciones y terminó con homicidios. Así fue la vida de Gonzalo, Juana, Carlos Aldario y Alejandro: gente que pasó sus días entre palmas, loros, playas, ballenas, cóndores o armadillos y terminó en las páginas judiciales. ¡Qué país!
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