Adriana Villegas Botero


La Deutsche Welle, mi canal de televisión favorito, emitió esta semana abundante información sobre los 75 años del día en que los soviéticos liberaron el campo de concentración de Auschwitz.
Hay dos imágenes que vienen a mi mente con frecuencia y sin motivo: el asesinato de Elsa Alvarado y Mario Calderón en Bogotá, y los campos de concentración los nazis. No sé cuántas veces he pensado en Elsa antes de morir, protegiendo a su bebé para que no le dispararan, y en los judíos apiñados en trenes, despojados de sus bienes, su familia y su humanidad. Hay numerosas fotos de madres y niños minutos antes de morir en las cámaras de gas, y de solo imaginarme en una situación similar mi mente se fuga porque tanta barbarie me es insoportable.
Tragedias así son inimaginables y sin embargo pueden repetirse. Los sobrevivientes de Auschwitz que vi en DW expresaron su temor por el resurgimiento de nacionalismos y rechazo a los migrantes. Explicaron que el genocidio que mató a seis millones de judíos se incubó antes de la II Guerra Mundial, con segregaciones en la ropa y el lenguaje, con pequeños gestos que fueron volviéndose más fuertes y masivos. Más normales.
Con ocasión de los 75 años de la liberación de Auschwitz la Unesco escribió: “El Holocausto empezó con palabras. Usemos la educación para desmontar el discurso del odio y prevenir los genocidios”. Esta invitación tan oportuna me recordó a Hannah Arendt, quien asistió como reportera de The New Yorker al juicio en Jerusalén contra el nazi Adolf Eichmann. En “Eichmann en Jerusalén” Hannah Arendt acuñó el concepto “banalidad del mal” para explicar que Eichmann no era una persona particularmente mala, perversa o cruel, sino un burócrata que obedecía diligentemente las órdenes de sus superiores, aunque consistieran en torturar o matar. Y la hipótesis que propone es que la mayoría de los perpetradores del genocidio eran así: personas como usted o yo que se dedicaron a obedecer, a seguir a las mayorías, y dejaron de evaluar la moralidad de sus actos.
Acá hemos tenido nuestras propias variaciones de la banalidad del mal, e incluso padecemos los dos males que hoy afectan la memoria de Auschwitz: el negacionismo y la trivialización, con turistas que se toman selfies en hornos crematorios (que también montaron los paramilitares y de los que poco hablamos). Hay miembros del Centro Democrático que niegan que haya habido conflicto armado y hace unos días Paola Holguín, senadora de esa colectividad, pagó una valla que dice: “¡Qué casual! Derecha es diestra, izquierda es siniestra”. Un pendenciero juego de palabras en un país que exterminó a más de 1.500 miembros de la Unión Patriótica y a gente como Elsa Alvarado, por ser de izquierda.
En Labio de Liebre, la obra teatral de Fabio Rubiano, el personaje paramilitar Salvo Castello reproduce la idea de la banalidad del mal: al cuestionarlo por sus crímenes se defiende diciendo que fue diligente y tenía todo organizado en Excel. Se parece a la anécdota que recordó hace poco el profesor Francisco Gutiérrez Sanín en La Silla Vacía: los contratistas del mercenario Yair Klein justificaron su tardanza en el pago de sus cursos para crear ejércitos paramilitares diciendo: “no hemos podido vender nuestras vaquitas”.
Esta semana la Revista Pelotazos, que circula en el estadio Palogrande, publicó un insultante texto homofóbico contra la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, y su esposa, la senadora Angélica Lozano. En contraste, el pasado martes el director de LA PATRIA negó la petición de un ciudadano para que lo entrevistaran o le publicaran una réplica, con el siguiente argumento: “la discriminación por razones de género está prohibida por las leyes colombianas y no nos prestamos para divulgar ideas que la promuevan”. Aplaudo esta decisión editorial que evidencia la responsabilidad que tienen los medios: editar implica decidir qué se publica y, sobre todo, qué se deja de publicar y por qué. Los hostigamientos a minorías oprimidas, sean étnicas, sexuales, religiosas o ideológicas, son ilegales precisamente porque no son banales: son peligrosas.
Karl Popper explicó la paradoja de la tolerancia así: una sociedad debe ser intolerante con los intolerantes. Lo dijo en 1945, después de Auschwitz.
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