Adriana Villegas Botero


Hace 20 años circuló en Medellín “El ocio”, un periódico gratuito que era una delicia porque hablaba de esas cosas maravillosas que uno puede hacer cuando está desocupado.
El ocio es sabroso, pero es casi vergonzante: ocioso suena a vicioso. Nuestra cultura de la culpa y el pecado sospecha del tiempo muerto y espera productividad en cada segundo de la existencia.
Entre las brechas que marca la cuarentena están la de los que tienen trabajo y los desempleados; los aliviados y los enfermos; los que acceden a tecnologías y los que no; los solos y los acompañados, y los que ahora tienen más tiempo libre y a los que ese tiempo se nos esfumó.
Veo amigos que arman rompecabezas, preparan postres, hornean pan, juegan bingo, hacen cursos en línea y ven maratones de series en Netflix. Hay gente que todo el tiempo invita a otros a ocuparse, a conectarse, y me pregunto ¿por qué? ¿a qué horas? A muchas (también a algunos) el confinamiento nos dejó con el trabajo que teníamos, pero además nos convirtió en profes de nuestros hijos y en empleadas domésticas de nuestras casas. Las funciones que antes se repartían entre varios ahora recaen en uno solo: tres trabajos distintos y un solo cuerpo verdadero para ejecutarlos.
El ocio es necesario para la salud mental. En los tiempos libres para leer, ver películas, oír música o hacer ejercicio aparecen ideas creativas o simplemente llega el placer.
Sospecho que esta ansiedad colectiva sobre el futuro se exacerba con la falta de tiempo diario para frenar la maratón, hacer una pausa, ordenar las ideas y relajarnos un poco. Ahora que el mundo está detenido necesitamos que el silencio y la quietud de las calles entre en nuestras mentes, que andan tan inquietas y exhaustas.
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