El martes leí en Twitter la denuncia de la poeta Ana Mercedes Vivas sobre lo que quieren hacerle a su mamá: “La UGPP tomará acciones legales contra Maruja Vieira, a sus 99 años, para revocar la pensión de Cajanal de $1.800.000. Dicen que no puede tener dos pensiones. Ella tiene una de Colpensiones de sueldo mínimo. ¿En serio? ¿Vamos a sostener a Maruja con $850.000?”.
Justo después recibí un correo de Colpensiones: “Adriana, estás un año más cerca de tu futuro. Hoy y siempre trabajamos para brindarte seguridad en tu vida pensional”. Sentí vértigo: ¿seguridad con un Estado que podría despensionarme como a Maruja?
Maruja Vieira nació en Manizales en 1922. Escribió poesía desde muy joven y alternó la literatura con diversos trabajos, en épocas en que las mujeres eran amas de casa. Laboró en los almacenes J.Glottmann, la aerolínea KLM, el Sena, Radiodifusora Nacional, Radio Sutatenza, Colcultura y otros sitios, hasta que completó 500 semanas en Colpensiones en 1987. Además, por sus servicios al Estado se jubiló con Cajanal en 1992, antes de la Ley 100.
La UGPP que “tomará acciones legales” es la “Unidad de Gestión Pensional y Parafiscales”, una entidad del Minhacienda que mezcla sin rubor palabras en plural y singular en su nombre, y que tampoco se arredra para sembrar miedo entre los pensionados. A Maruja Vieira le advirtieron que su pensión de hace tres décadas quedó mal y ahora será reliquidada, es decir eliminada. Si con eso le liquidan su subsistencia será un efecto colateral: un mal menor para burócratas que creen que su trabajo consiste en estar “aquí defendiendo la democracia, maestro”.
Qué vergüenza con ella y los demás viejos de este país. Mientras el director de la Dian esconde su plata en paraísos fiscales los jubilados colombianos son cada año más pobres porque la pensión no se reajusta proporcionalmente sino en números netos: si el salario mínimo sube 5% y eso suma $30.000 entonces la pensión de los que ganan $900.000 o $3 millones sube solo $30.000. Por eso todas las mesadas terminan acercándose al salario mínimo. Que al final de la vida, con el ingreso menguado y la salud ídem, el Estado amenace la seguridad económica de una persona y la obligue a pensar en litigios es una hostilidad indigna para cualquier ser humano.
Pero lo es más para alguien como Maruja Vieira, cuyo aporte a la cultura es inconmensurable, aunque eso sea irrelevante para tecnócratas incapaces de comprender el mundo por fuera de los cuadros de Excel. Su caso me recuerda a León de Greiff, otro poeta que tuvo trabajos de escritorio hasta después de cumplir 70 años, cuando logró ajustar para una pensión ínfima, y vivió su última década con un ingreso a ras con la supervivencia. O a Juan Rulfo, que cuando le preguntaron por qué no había publicado nada después de “Pedro Páramo” y “El llano en llamas” respondió: “Lo que pasa es que yo trabajo”. Trabajar relega la creación artística a horarios heroicos y edades de jubilación.
Escribir es un oficio en el que el reconocimiento social no va ligado al económico. Maruja Vieira es una de las autoras más importantes de Colombia de todos los tiempos, pero debe cuidar su pensión. Eso se explica porque mientras a nadie se le ocurre pedirle a un economista o a un abogado un concepto “ad honorem”, es común que los recitales, homenajes, presentaciones de libros y charlas con escritores se asuman como “un honor” acompañado de un “no tenemos con qué pagarle” que suele ser textual: invitaciones para trabajar gratis en las que la incómoda pregunta sobre los honorarios resulta poco poética.
(Hace poco el secretario de Cultura de Caldas, Lindon Chavarriaga, sacó pecho en emisoras por haber conseguido la cesión de derechos de autor de obras de varios autores caldenses –Maruja Vieira, entre otros–. Es decir: se enorgulleció del ahorro que logró al publicar libros sin pagarle ni un centavo a los autores).
En «Mis propias palabras» (1986) Maruja Vieira escribió: “El mundo que hoy te dejo por herencia,/ hija mía,/ no es material”. Sería bueno que sus versos no tuvieran un sentido tan literal.
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