Adriana Villegas Botero


Cuando el gobierno nacional anunció el confinamiento obligatorio para “nuestros abuelitos” Moisés Wasserman, exrector de la Universidad Nacional, escribió: “los mayores de 70 no somos más infectivos que otros, no ponemos a nadie en peligro mayor, solo estamos en más alto riesgo. Si fuera una medida que disminuyera la epidemia, bien, si es para protegerme, creo que a esta edad debía tener el derecho a decidir”.
La medida local fue aún más drástica: el alcalde de Manizales ordenó el confinamiento de todos los mayores de 60. Mientras mi admirada Ángela Merkel dijo en Alemania que le costaba restringir derechos ciudadanos que tardaron décadas en conquistarse, como el de viajar, y que “aislar a los ancianos para recuperar la normalidad es éticamente inaceptable”, acá la deliberación pública sobre restricciones drásticas a derechos constitucionales se reduce al “publíquese y cúmplase”, que se informa la víspera a través de redes sociales.
Hace dos semanas la feminista Florence Thomas escribió en El Tiempo: “los viejos, las viejas, se mueren de no ver a sus hijos, a sus hijas, a sus nietos, de no tener ningún contacto con el exterior y vivir como una clase de parias de la sociedad. Algunos dejan de comer, otros pierden las ganas de vivir. Y sí: la tristeza también mata”.
Tiene razón. La queja más frecuente de mis papás durante este encierro se centra en lo mucho que extrañan a sus nietos, en la falta que les hacen y la nostalgia por esa lejanía forzosa que los privó de su dosis cotidiana de alegría, risas y juegos. Súbitamente se vieron solos, pero además con derechos más restringidos que los míos: ellos y yo somos ciudadanos, pero para el Estado ya no somos iguales.
El exministro de Hacienda Rudolf Hommes protestó: “creo que los mayores de 70 años debemos organizarnos ya como movimiento político de autodefensa para no volver a elegir mocosos abusivos de nuestros derechos y para que no sigan llamándonos abuelitos cuando nos privan de libertad”. El escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal usó la misma palabra para nuestros gobernantes: “al conocer la determinación del gobierno de los mocosos de someternos a 90 días más (hasta agosto 31) de prisión domiciliaria a los mayores de 70 he pensado si algún psicoanalista pudiera explicarnos qué trauma vengador contra los ancianos tiene el jefe de los mocosos”.
Daniel Samper Pizano escribió en LosDanieles.com: “los mayores seguimos en el desván al que nos mandó el presidente con máximo afecto. Muchas gracias, hombre, pero debo decir como en el bolero: “¡Ay, Iván, ya no nos quieras tanto!”. Tengo 74. Prefiero menos vida con más vida en vez de más vida con menos vida”. Y el cineasta Lisandro Duque Naranjo confesó en El Espectador: “estoy que me salgo, y más de una vez lo he hecho en solitario sin utilizar el pretexto de la mascota. Digamos que para provocar. Quizá no tanto por tomar aire externo o estirar los músculos, sino por estricta indignación y por una desobediencia genética”.
Entre estas voces dolidas, indignadas, molestas y sarcásticas, me conmovió la del exmagistrado Jaime Enrique Sanz, quien escribió en La Patria, citando a un médico: “a los septuagenarios la vida que nos queda (la esperanza de vida) es de aproximadamente cinco años, si nos quitan tres meses es como si a un niño le quitaran dos años”.
El filósofo alemán Emmanuel Kant escribió en 1784 que la mayoría de edad es la capacidad de atreverse a pensar por sí mismo, a actuar y decidir de manera autónoma y a dejar de obedecer ciegamente a otros. Lo dijo al comienzo de ¿Qué es la ilustración? una reflexión escrita a una edad en la que nuestros gobernantes lo habrían llamado “abuelito”.
Es claro que el covid-19 golpea con más fuerza a los viejos, pero me perturba que se les niegue su capacidad para cuidarse, evaluar riesgos y tomar decisiones. Decirles “abuelitos” es infantilizarlos y despojarlos de su facultad para discernir, fortalecida por la sabiduría que dan los años. Los están tratando como a menores de edad: como mocosos a los que hay que darles o quitarles permisos bajo ese lema irracional que reza: “porque yo soy su papá y en mi casa se hace lo que ordeno yo”.
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