De los muchos horrores de la larga noche de este país ninguno me conmueve más que las ejecuciones extrajudiciales del Ejército colombiano. Distintos grupos armados y delincuentes han matado a miles de inocentes, han violado, torturado, secuestrado y desaparecido, pero nada se compara al crimen de ser asesinado por el mismo Estado que tiene el deber constitucional de proteger la vida de todos los colombianos.
Esta semana la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) contribuyó a la verdad con dos acciones importantes: en primer lugar, reveló que 5.733 miembros de la Unión Patriótica fueron asesinados o desaparecidos entre 1984 y 2016 en un exterminio ejecutado “principalmente, por parte de agentes de Estado y paramilitares de forma masiva, generalizada y sistemática”.
Así murieron militantes de esta región como Bernardo Jaramillo Ossa, Rubén Castaño Jurado y su hijo Gonzalo, Gildardo Castaño Orozco, Volney Largo y tantos otros asesinados por un poder estatal militarista que entra en pánico ante alternativas políticas de izquierda. En un estado de derecho las diferencias ideológicas se discuten, pero en Colombia ha habido sectores que compensan su debilidad argumentativa con disparos con silenciador.
Repito: 5.733 muertos.
Repito: principalmente por agentes del Estado.
El segundo acto fue una audiencia pública en Ocaña, en la que exmilitares dijeron: “maquinamos un teatro y asesinamos a campesinos inocentes para mostrar un supuesto combate y tener contento al gobierno”. Según la JEP hubo 6.402 “falsos positivos” durante el gobierno de Álvaro Uribe, entre 2002 y 2010. La cifra no incluye los que se cometieron antes de 2002, como el de Luis Fernando Lalinde, a quien el Batallón Ayacucho asesinó e hizo pasar como guerrillero en 1984, ni los que se cometieron después, como el de hace un mes en Puerto Leguízamo.
Repito: 6.402 muertos.
Repito: asesinados por el Ejército.
Este horror de 12.135 personas asesinadas o desaparecidas con responsabilidad estatal es la síntesis de un Estado que desprecia los derechos de algunos ciudadanos tratados como seres de segunda clase, y de numerosas personas adormecidas o anestesiadas ante el tamaño de esta atrocidad.
Sé que no puedo generalizar. No es todo el Estado porque las entidades están llenas de subalternos honestos, y tampoco es todo el Ejército porque hay militares comprometidos con la paz. Cierto, pero ¿cuántas manzanas podridas se necesitan para cometer 12.135 crímenes? ¿cuántos controles fallan? Independiente del municipio en que hayan ocurrido, los relatos de los “falsos positivos” son siempre similares: 8, 10 ó 12 uniformados, a veces más, trasladan a uno o dos campesinos, desempleados o muchachos pobres hasta un campo aislado y solitario en donde les disparan a una distancia relativamente corta. A veces de frente y a veces por la espalda para simular que eran guerrilleros muertos en un combate inexistente. Debe ser espantosa la vida en los cuarteles para que un soldado se convierta en asesino a sangre fría a cambio de cinco días de permiso.
Propongo que llamemos a los “falsos positivos” por su nombre. Lo que hicieron numerosos militares de distintas brigadas en casi todos los departamentos fueron fusilamientos. Imagino las caras de terror y resignación de las víctimas, tal y como las pintó Goya hace más de 200 años en su cuadro del 3 de mayo en Madrid. Los fusilaron desarmados y sin posibilidad de huir, como a La Pola, a Camilo Torres o a García Lorca. La diferencia está en los muertos: no tuvieron juicio, no sabemos sus nombres y su muerte obedeció al azar: fueron fusilamientos aleatorios.
Urge reconstruir los rostros e historias de cada uno de los 6.402 fusilados por el Ejército colombiano y los 5.733 muertos y desaparecidos de la Unión Patriótica. Un militar contó en Ocaña que cuando plantó el arma en un cuerpo inerte sintió sus manos callosas de campesino. Darle humanidad a cada fusilado serviría para que quienes viven en negacionismo y creen que esto fue un asunto marginal, porque no rozó su esfera familiar ni su bolsillo, salgan de esa burbuja que normaliza un estado de cosas criminal, en el que la culpa es de la víctima que se le atraviesa a la bala: “si lo mataron es porque algo debía”, “no estarían recogiendo café”.
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