Adriana Villegas Botero


En 1992 el paro de Telecom me dejó incomunicada y sin plata. Yo era una estudiante recién desempacada en Bogotá y mi familia vivía en Manizales. Telecom era el monopolio estatal de las telecomunicaciones y su protesta aisló una semana al país del resto del mundo y a las ciudades entre sí. No sólo se afectaron las llamadas a larga distancia: también los vuelos, cajeros automáticos, giros bancarios y exportaciones.
Durante el paro la gente salía a la calle, en las oficinas siguieron trabajando y todo lucía normal. Pero en una época anterior a los celulares e Internet la ansiedad por no tener noticias sobre familiares y amigos fue un costo incalculable. La debacle económica sí pudo cuantificarse: $40.000 millones diarios de ese entonces.
Veo en ese paro el reverso de lo que experimentamos hoy, cuando tenemos las comunicaciones al tope pero no podemos salir de las casas. Nuestra vida lleva un mes de hibernación, que para muchos representa desempleo y hambre, aunque para otros el cambio no es tan significativo.
La virtualidad marca dos brechas: la de quienes tienen acceso a internet y quienes no, y la de quienes se sienten cómodos entre pantallas y quienes no, y esta última suele ser generacional. Pasar días conectados a Netflix, redes sociales, videojuegos o navegando en la web es una forma contemporánea de vivir en una frontera difusa entre lo virtual y lo real. Hay quienes prefieren tres meses sin pisar la calle en vez de una semana sin internet ni Whatsapp. Si fuera cuestión de elegir saldrían a flote las brechas mencionadas, y quizás ganaría la opción de seguir encerrados en esta cuarentena real, en vez de un apagón digital. Esta peste del siglo XXI nos revela que para muchos lo virtual es lo real.
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