Adriana Villegas Botero


De este largo paréntesis que ya lleva tres semanas abierto y no sabemos aún cuándo se va a cerrar, ni cómo, me ha gustado el lugar que los ensayos filosóficos y literarios vienen ocupando en las páginas de los periódicos.
Paralelo al inicio de la cuarentena empezaron a aparecer en los portales web de los principales medios de comunicación ensayos escritos a medio camino entre la urgencia y el rigor analítico. Explicaciones sobre qué significa este confinamiento forzoso para las democracias, el capitalismo, el totalitarismo, los rituales del duelo, la tecnología, la seguridad, el intervencionismo estatal, la intimidad, el medio ambiente, la economía del cuidado, el feminismo, los análisis sobre el cuerpo, la enfermedad y la xenofobia, porque históricamente los virus se han asociado con el extranjero.
El filósofo Michael Focault murió de sida en 1984 pero sigue explicándonos cosas. El coronavirus lo ha resucitado y en estos días lo he visto citado con tanta frecuencia que parece un miembro de la Organización Mundial de la Salud. Sobre este período apocalítico que estamos viviendo, que parece una obra de ciencia ficción de Geogre Orwell, he leído artículos de autores como Margaret Atwood, Gianfranco Pasquino, Slavoj Zizek, Judith Butler, Alain Touraine, Paul Preciado, Yuval Noah Harari, Byung-Chul Han y Giorgio Agamben, entre muchos otros, quienes suelen ser estudiados en las facultades de ciencias sociales, pero no son tan frecuentes en los titulares de los medios masivos.
Su presencia no es gratuita. En este frenón en seco de la vida cotidiana se hace humanamente vital tratar de entender qué nos pasa. No basta con vivir la angustia: es necesario interpretarla, intentar comprenderla. Y en lo que llevamos de ese análisis han hecho un aporte fundamental la filosofía, la literatura, la sociología, la comunicación y los estudios culturales, entre otras áreas del conocimiento.
Coincide además este boom de las ciencias sociales con la decisión no planificada y casi unánime, tanto en Europa como en América, de darle continuidad a los procesos educativos durante la cuarentena. Aulas expandidas que entran a los comedores y las habitaciones de los estudiantes a través de las pantallas del computador, y clases que son espacios académicos pero también de encuentro, conversación y apoyo mutuo, han sido la constante en bachilleratos y universidades. Así como la sociedad ha desdeñado a los filósofos, los literatos y los sociólogos, también ha relegado el trabajo de los maestros, quienes en estos días han reivindicado una vez más su rol capital en el acompañamiento a sus estudiantes y en la formación de pensamiento crítico para el debate social.
Otros profesionales que muchas veces son subvalorados son los artistas. Uno de los sectores que más desprotegido queda en esta cuarentena prolongada es el de los teatreros, músicos, pintores, literatos, cineastas, bailarines, creadores y libreros, que suelen trabajar con las uñas, sin contratos estables, y que ahora ven una sucesión de cancelaciones de eventos y presentaciones. Y sin embargo todos nos hemos sobrepuesto al tedio del prolongado encierro gracias al arte: la lectura, los conciertos, la música, las películas, los viajes virtuales por museos, la fotografía y tantas otras expresiones estéticas nos permiten escapar del encierro y reconectarnos con la belleza, la humanidad o la sensibilidad en medio de estos días de incertidumbre e insomnio.
¿Para qué sirve un filósofo? ¿para qué sirve un escritor? Quizás tenía que ocurrir un colapso como éste para valorar la contribución de los pensadores, los teóricos, los sociólogos, los literatos, los artistas y los maestros al bienestar social, entendiendo bienestar no como la zona de confort de la que fuimos expulsados, sino como la curiosidad creativa que necesitamos para comprender y reinventar nuestro entorno. Al fin y al cabo, como nos recuerda Harari, nosotros somos personas dotadas de razón: no somos virus.
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