En una salida académica del colegio, la profesora preguntó quién quería entrar a la morgue universitaria. Me animé motivada por la novelería de estar por primera vez ante un cadáver y contar luego la experiencia. Me imaginaba una película de suspenso, pero lo que hubo fue olor a formol y decepción por ver un cuerpo que parecía un muñeco amarillo, con el pelo ralo y dimensiones más pequeñas que las de una persona normal, como encogido y desinflado.
Mi sensación inicial fue de distancia. Lo que esa materia tuvo alguna vez de humanidad y vitalidad ya no estaba allí y como yo no tenía lazos que me ataran a ese desconocido me sentí vaciada de emoción. El cuerpo perteneció a alguien que llegó a la adultez y en consecuencia debió tener familia, amigos, vida social y red de afectos, pero tendido ahí, en esa bandeja metálica, sin nombre, edad, historia ni pasado, me pareció más cercano a un maniquí que a un ser humano.
Dice Thomas Lynch en ese libro fantástico que es «El enterrador» que “cualquier existencia que tengan los muertos, la tienen sólo por la fe de los vivos”. El fallecido es mucho más que un cuerpo solo por el relato y la memoria que los vivos tienen sobre él: por el recuerdo que queda entre quienes lo quisieron, o las historias que sobre él se narran.
Escribo esto pensando en Danna Liseth Montilla Marmolejo, de 16 años, a quienes sus padres lloran mientras el Estado colombiano la trata como si fuera (como si hubiera sido) un maniquí.
Para quienes no la conocimos, su nombre puede ser una estadística, un registro en una morgue, o puede llenarse de humanidad gracias a la narración de su corta historia. Por eso valoro la publicación de Caracol Radio sobre las conversaciones que tuvo el año pasado por Whatsapp con su profesor del colegio en San José del Guaviare, porque gracias a esos chats podemos oírla con su voz adolescente: “profe, era para decirle que si me ase el favor de ayudarme a matricularme”, “Sí profe, ayúdeme, me interesa terminar, a mí me toca entregar trabajos mañana, y los voy a entregar”, “pues profe le voy a echar las ganas para terminar a distancia aunque sea este año”.
Danna Liseth no pudo terminar el colegio. Murió el 2 de marzo en un bombardeo del Ejército a disidencias del guerrillero y narcotraficante Gentil Duarte. El ministro de Defensa, Diego Molano, la describió con mecánica frialdad como una “máquina de guerra”, como si el Ministerio que él preside no tuviera la obligación de proteger a los niños campesinos víctimas del delito de reclutamiento forzado que ejecutan los grupos armados ilegales.
Las palabras de Molano no fueron un desliz. Se trató de un acto lingüístico deliberado para despojar de humanidad a quien representa como el enemigo. Son muchos los referentes históricos de construcción retórica del oponente como un monstruo, una máquina o un autómata, para facilitar la labor de exterminio: el otro (el judío, el indígena, el negro, el extranjero, el pobre, el enemigo) no es un ser humano con nombre, pasado y afectos, sino un ente sin alma, incapaz de sentir dolor o tristeza, y en consecuencia su destrucción no resulta tan problemática como la de un hermano o semejante.
Decir que Danna Liseth era una máquina de guerra es una consecuencia de esa intención de cosificar a las personas, de la que también se deriva reemplazar la palabra “matar” por “dar de baja”, o “masacres” por “homicidios colectivos”, y la práctica inhumana de posar en sesión de fotos al lado de muertos en combate como si fueran trofeos en bolsas negras (escribo “muertos en combate” y recuerdo a los 6.402 que no lo fueron).
Hace décadas Colombia cambió el nombre de Ministerio de Guerra por Defensa y empezó a nombrar civiles al frente de esa cartera. En esa transición falta humanizar el lenguaje para no seguir llenando las morgues de cadáveres, que lucen bastante similares sin importar el bando, aunque por lo general se trata de jóvenes de escasos recursos, con pocas oportunidades, pero con pasado, historia y familias que sienten su ausencia.
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