¿Cómo describir a Kemel Mauricio Arteaga Cuartas? Repaso su foto y no encuentro el lenguaje apropiado para hacerle justicia. Su hermana Margarita lo recuerda como un tipo alegre, barbado, que decidió ser hippie porque nunca encajó en la vida convencional, aunque todas las navidades regresaba a la casa familiar para colgar luces y ayudar con la natilla. Salsómano, rockero, caminante, lector y sociable son otros términos que utiliza su hermana periodista. “Era un gran ser humano. Nos reíamos mucho”.
Federico, el hermano menor, le escribió un kaddish, un poema de duelo. Allí meditó las palabras para homenajearlo: “tu alegría era una enredadera de flores pequeñas y vistosas/De esas que recortan con fusil y expediente/Por ser cultivo sin impuesto”.
Kemel fue el de la mitad. Creció en Manizales y un día le anunció a sus papás, Federico y Margarita, que lo suyo no serían las carreras universitarias ni la vida de oficina. Se dedicó a vender manillas, collares, a la cuentería y la poesía. Le sugirieron que en Yopal le iría mejor y su espíritu andariego lo empujó a viajar. Era febrero de 2007, tenía 31 años y dejó a su hijo de 20 meses al cuidado de sus padres.
Lo que vino después fue un agujero negro por varios años. El 27 de marzo Kemel estaba en el bar Los Honguitos de Yopal. Allá lo vieron hasta las 11:30 p.m. Lo sacaron junto con Andrés Fabián Garzón Lozano, un muchacho de Villavicencio, y los subieron a una camioneta. A las 4:30 a.m. los mataron en un lote despejado de la finca El Carajo, en la vereda El Viso, de Maní, a casi 3 horas de Yopal. Les cambiaron la ropa, les pusieron en las manos un revólver, una pistola y granadas, les desaparecieron los papeles y celulares y en los registros quedó que se trataba de bajas en combate con el Batallón Ramón Nonato Pérez, de Tauramena, en un golpe a extorsionistas delatados por la red de cooperantes. Los cuerpos fueron enterrados como NN en el cementerio de Maní. En el acta de defunción anotaron “sin señales particulares”, aunque Kemel tenía tatuajes y una gran cicatriz, por una cirugía de peritonitis.
Eso se supo después, pero lo que ocurrió en abril de 2007 fue que como Kemel no se reportaba empezaron a buscarlo día a día sin recibir noticias, hasta que se contactaron con la familia de Andrés Fabián, que padecía el mismo calvario.
Con la foto de su hermano Margarita viajó a Yopal y preguntó por él en almacenes, calles, Defensoría, Gaula, Policía y Ejército. Le sugirieron ir a la morgue. El viaje le dejó el presentimiento de que estaba muerto, pero para su mamá seguía vivo. Repartieron carteles en Villavicencio, Ibagué, Yopal, el Eje Cafetero y Bogotá. “Mi mamá caminaba hasta 16 horas diarias. Se metió a la Calle del Cartucho, el Bronx... alguien decía que lo había visto y eso le mantenía la ilusión”.
En 2010 unos abogados de Yopal informaron que en un expediente de la justicia penal militar del Batallón de Tauramena había información sobre “el barbudo”. Las familias Garzón y Arteaga entraron juntas al cuartel. Cuando la mamá de Andrés Fabián vio las fotos se desmayó. Después Margarita reconoció en las imágenes a su hijo asesinado.
Tardaron otros cuatro años para encontrar los cuerpos. “El cementerio de Maní era un basurero, el sepulturero no nos supo decir nada y no teníamos permiso para desenterrar”. Solo hasta 2014, con el apoyo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas, regresaron para la exhumación. El 20 de diciembre, casi ocho años después, les entregaron los restos. Aún no hay condenas para los asesinos.
¿Cómo nombrar esta barbarie? “Falsos positivos” es un eufemismo que normaliza los ajusticiamientos. Esta semana la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, informó que entre 2002 y 2008 hubo 6.402 víctimas de estos crímenes, cifra que triplica la que manejaba la Fiscalía.
Algo de contexto para dimensionar el horror: la dictadura de Augusto Pinochet en Chile dejó 3.216 muertos.
Cuando en 2008 le preguntaron al comandante supremo de las Fuerzas Militares de Colombia, el presidente Álvaro Uribe Vélez, por los jóvenes desaparecidos, éste eligió las siguientes palabras para responder: “Esos muchachos no estarían recogiendo café”.
Esta columna es sobre uno de esos muchachos. Para honrarlos a todos, uno por uno cada semana, necesitaría 123 años.
Matar, rematar y contramatar, decía María Victoria Uribe. Los mata el Estado, los desaparece el Estado y los estigmatiza el Estado. No hay palabras para tanta ignominia, pero sí quisiera saber quién dio la orden.
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