Federico García Lorca, el gran poeta español, dijo alguna vez: “solo escribo para que se me quiera”. Y claro, cómo no querer a alguien capaz de imaginar versos como “Sucia de besos y arena / yo me la llevé al río”… Hubo gente que lo quiso mucho por lo que escribió, pero no todos: el régimen de Francisco Franco lo fusiló junto a un olivo cuando acababa de cumplir 38 años.
Gabriel García Márquez complementó la frase del otro García. En una entrevista de esas que él detestaba le preguntaron para qué escribía y respondió: “escribo para que me quieran más mis amigos”.
Yo que intento vivir entre el periodismo y la literatura pienso que una de las diferencias entre esas dos orillas está en los afectos: con cada obra los buenos escritores ganan admiradores que empiezan a querer al autor sin conocerlo. A los columnistas nos pasa lo contrario: cultivamos insospechados detractores en cada nueva entrega.
Las columnas de opinión ponen temas de conversación, denuncian, animan debates, dejan registro para la historia, evocan o simplemente construyen divertimentos con el lenguaje. Pero una de las consecuencias de ese ejercicio son los desafectos: de las fuentes de información, de los amigos que se decepcionan con lo que uno escribe y en general de la gente que se desencanta cuando comprueba que uno no sigue su mismo credo o que uno no luce lo suficientemente inteligente todas las semanas.
Recuerdo que en la Catedral, en el entierro del subdirector de LA PATRIA, Orlando Sierra Hernández, el escritor Orlando Mejía Rivera dijo: “a Orlando no lo mataron por poeta”. Y admiro la paciencia del amenazado Daniel Coronell, quien cada domingo le contesta en Twitter a sus lectores, en medio de una feroz andanada de insultos de quienes entienden la política como una fe. Lo veo y pienso: ¡qué cansancio!
A mí a veces me increpan en las redes sociales. Y bueno, a diferencia de Roberto Carlos yo no quiero tener un millón de amigos. En mis columnas trato de argumentar sin usar un lenguaje cruel o de odio, pero a la hora de escribir no me detengo a pensar si los lectores anónimos o concretos se van a molestar o no con lo que digo.
No hago publicidad, ni deseo usar este espacio como trampolín para la fama, la política, o para buscar puesto o marido. No escribo para que me quieran más y a veces siento que con cada columna hay gente que me quiere menos. Tengo claro para qué no uso esta columna pero me cuestiono entonces sobre por qué y para qué escribirla: exige un esfuerzo intelectual, al menos dos horas de trabajo, no tiene remuneración y lo expone a uno a la crítica pública.
En ocasiones he concluido que tener una columna de opinión es un acto de petulancia. Vanidad pura. Escribir es desnudarse y publicar tiene cierta dosis de exhibicionismo. Compartir lo que uno piensa sobre cualquier tema en un espacio más amplio que el de la familia o los amigos implica creer que lo que uno opina puede tener algún interés, y en realidad no. Lo que yo pienso sobre cualquier tema es tan insignificante como lo que los demás puedan pensar sobre eso mismo o sobre cualquier otra cosa, porque la opinión es el juicio particular que cada cual se forma y en un planeta de 7.500 millones de habitantes una opinión personal es eso: una microinsignificancia.
Las opiniones no son importantes para el público. Interesan los argumentos que sirven para construir esas opiniones, o para rebatirlas. Cuando pienso en los argumentos concluyo que escribir una columna no es vanidad sino un ejercicio democrático: argumentar abiertamente sobre temas de interés público y ofrecer ópticas distintas para que cada cual pueda estructurar su propio criterio es pensar en voz alta y animar a otros a que lo hagan. Escribir es entonces una acción política: un ejercicio de participación en la construcción de lo público.
Pero aparecen a veces las ganas de escribir sobre temas intrascendentes, asuntos que nacen de una emoción o un gusto personal y que no ofrecen posibilidades claras para el diálogo colectivo. En ese caso las columnas son un ejercicio concreto de la libertad de expresión pero además del derecho al libre desarrollo de la personalidad: algunos son felices pintando, cantando, cocinando o en su bici. Otros vivimos más intensamente cuando tecleamos y editamos en la madrugada, para regocijo de nosotros mismos. Ese placer justifica el esfuerzo de escribir una columna. Que se publique o no es un asunto del director.
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