Desde 2015 he publicado alrededor de 300 columnas y casi nunca he mencionado a la Universidad de Manizales. Le debo mi educación sentimental a las telenovelas y películas de los años 80 y 90, en donde glamurosamente aconsejaban no mezclar los negocios con el placer. Mis “negocios” son lo que hago en horario de oficina y “el placer” corresponde al tiempo libre. Como escribo en los minutos que le robo a la noche y a los fines de semana, estas columnas hacen parte de esa segunda mitad de mi vida que trato de no mezclar con mi trabajo en la Universidad.
Hago una excepción porque creo que la educación es el gran poder para la transformación y movilidad social, y la efemérides de hoy me permite aterrizar ese discurso en tres historias de vida concretas, entre 34.400 posibles, que equivalen al número de graduados de la UManizales: tres vidas de mujeres transformadas gracias a esta universidad que nació hoy hace medio siglo.
La primera es la de mi tía Lucila, la menor de nueve hijos. Le pregunto cuándo entró a la U. y me lo explica con su código de estudiante, que repite de memoria: “50841002: 50 era el número para los de la Licenciatura en Educación Preescolar, 84 fue el año que entré, 10 porque ingresé en el primer semestre del año y 02 porque fui la segunda en matricularme”.
Fue la segunda en matricularse de su promoción, pero la primera de las Botero Álvarez que se graduó de una carrera profesional. Mi abuelita, como era usual entre las mujeres nacidas hace un siglo, tuvo limitado acceso a la educación y se dedicó desde muy joven al cuidado del hogar. En la casa nunca abundó el dinero, así que más se demoraron mi mamá y mis tías en terminar el bachillerato que en emplearse como secretarias. Caso distinto fue el de Lucila, que terminó el colegio y encontró en Fundema la oportunidad de una vida diferente: durante años ejerció su profesión en el jardín infantil Moninos, en La Francia y todavía hoy conserva el contacto con muchas de sus compañeras de estudio.
La segunda mujer de mi familia en llegar a la UManizales fue Martha Botero, mi mamá. Por años anheló estudiar Derecho, pero siempre hubo otras prioridades que le fueron aplazando ese sueño, hasta que con 44 años cumplidos, cuatro hijos, muchos gastos y una jornada laboral extenuante como secretaria, decidió que ya era hora de empezar a estudiar de noche. Varias veces ganó la matrícula de excelencia académica y su paso por la U. la transformó en una mujer más autónoma y crítica, y a nosotros nos dio más motivos para sentirnos orgullosos de su ejemplo.
La tercera fui yo. Mi mamá me contagió el entusiasmo por sus lecturas y en 1997 me animé a seguir sus pasos. Estudiar de noche ha sido una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida: compartí seis años con compañeros de diversas edades, oficios e intereses, pero todos con algo similar a los 200 trabajadores que, motivados por Hugo Salazar García, se citaron en salones prestados el 24 de julio de 1972 a las 6:30 p.m. para empezar a cumplir su sueño de cursar una carrera profesional en un horario compatible con su jornada laboral.
En 1997 también tuve la dicha de convertirme en profesora del recién creado programa de Comunicación Social y Periodismo, un espacio académico en el que entre docentes y estudiantes cultivé no solo reflexiones y preguntas, sino también amistades que hoy me acompañan.
Tengo entonces la satisfacción de haber sido estudiante, graduada, profesora, administrativa y ojalá algún día pensionada de la UManizales. Sé que las columnas que publico cada semana a veces incomodan, pero al mismo tiempo ratifican lo que escribió el rector Duván Emilio Ramírez el pasado martes en este periódico: la Universidad ha sido fiel al principio fundacional de “ausencia de discriminación por origen, raza, valores o creencias”. Se trata de una universidad privada que, como explica el exrector Guillermo Orlando Sierra, es “privada de dueños”. Un valioso oasis laico, incluyente, diverso, democrático, solidario y humanista, con espacio para el disenso, que promueve la transformación social a partir del respeto y el cuidado de las personas que allí crecemos.
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