Adriana Villegas Botero

La Real Academia de la Lengua recomienda traducir como “persona influyente” o “persona con influencia” el término influencer, palabra en inglés que asimilamos a “influenciador”.
¿Quiénes fueron los influencers políticos del siglo pasado? Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini, Churchill, Franklin D. Roosevelt, Gandhi, Mao Tse Tung, Martin Luther King, Mandela, Margaret Thatcher, Konrad Adenauer, Fidel Castro, Gorbachov... cada cual agregará o quitará nombres de acuerdo con su visión, pero en principio estas personas tuvieron enorme poder para influir en la vida de los demás.
(La historia está llena de influenciadores masculinos. La ausencia de relatos sobre mujeres es protuberante).
Es inquietante analizar la ruta que han utilizado los políticos para convertirse en seres influyentes: en algunos casos la guerra los catapultó y en otros fue todo lo contrario: crecieron con su llamado al pacifismo. Muchos aprovecharon su capacidad oratoria en la plaza pública, la radio y la televisión para amplificar el alcance de alguna de las dos promesas básicas de la política: continuidad o renovación.
Al caracterizar los distintos tipos de dominación social, Max Weber definió la autoridad carismática como aquella de ciertos líderes (religiosos, pero también gobernantes, entre otros), a quienes la gente sigue no por tradición o por la ley sino porque cree en esa persona, en la fuerza de la palabra de ese líder político que obra como mesías redentor.
Este siglo XXI de redes sociales ha mutado la manera en la que los políticos buscan acercarse al electorado. De un liderazgo como el de Kennedy o el de Obama, se pasó Donald Trump, un burdo millonario que se volvió famoso por un reallity show y usó Twitter durante sus cuatro años de (des)gobierno para notificar en caliente, decisiones de Estado que deberían comunicarse por canales formales: aprendió en la tele que decir: “estás despedido” da rating y con ese estilo gobernó. Y como Estados Unidos es un país influencer, lo que hacen allá lo copian acá.
¿El poder para qué? se preguntaba Darío Echandía. La respuesta de Gandhi, Lenin o Hitler dista mucho de la de políticos actuales que sueñan con ser influencers: no con influir en la historia, ni con cerrar brechas sociales o atender los grandes problemas de sus comunidades, sino con saltar de las páginas políticas a las de farándula.
Durante años las campañas fueron un medio para alcanzar un fin, que era conquistar el poder. Ahora llegar al poder parece ser un medio para el interés personal del que quiere seguir en campaña porque ganar es solo un peldaño en su proyecto personal. Su fin es ser atractivo, tener seguidores en redes, firmar autógrafos, ser famoso y vivir como celebridad de alfombra roja.
¿Cuál es el legado de su gobierno? ¿cuáles son sus políticas públicas con impacto a mediano y largo plazo? La política exige análisis del interés colectivo, pensando en el bien común de manera consensuada. Eso se diluye en este interés creciente por puntear en los rankings, alcanzar alta percepción de favorabilidad en las encuestas, sumar seguidores en redes y mantener teleaudiencias cautivas. El influencer actúa como aquél que sufrió bullying y necesita que ahora le obedezcan, y para lograrlo hace lo que sea: tocar guitarra, jugar con el balón, llorar, gritar o pedir perdón.
Los cantantes o deportistas que hacen de su nombre una marca personal cultivan en las redes sociales narrativas emocionales que los conectan con sus fans: una cirugía estética, un bebé o un divorcio son asuntos privados útiles para conmover y vender su música o sus camisetas. Pero en el caso de los mandatarios, lo que se espera de ellos es que gobiernen, que ejecuten los recursos públicos y no que cultiven su vanidoteca personal a costa del erario, en programas diarios de televisión, o en transmisiones por Facebook en las que los anuncios de interés ciudadano se programan de acuerdo con la hora de mayor tráfico en redes.
Estar gobernados por influencers rebaja nuestras vidas al nivel de un reallity, sin límites entre lo público y lo íntimo, en donde no nos tratan como ciudadanos adultos sino como fans de los que se esperan aplausos con forma de “clics” o “me gusta”.
No imagino a estadistas como Churchill o Ángela Merkel, conscientes de la dignidad de sus cargos, publicando selfies de un postoperatorio para mejorar en las encuestas o para conjurar crisis políticas, pero no creo que se necesite ser un gran estadista para entender los límites: basta con salir de la burbuja de adulación y dejar de asumir que todo crítico es un huérfano de poder.
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