En una entrevista reciente le preguntaron al escritor español Arturo Pérez Reverte ¿cuáles libros presta? y respondió contundente, ninguno: “Cuando era joven cometí el error de prestar libros y los perdí para siempre”. Lo dijo desde su espléndida biblioteca personal de tres pisos y 32.000 volúmenes.
Imagino a los sermoneadores señalar con su dedo acusador el egoísmo de encerrar tal cantidad de libros para un único lector, que seguramente no tiene tiempo para leerlos todos, y mucho menos para releerlos, cuando hay tanta gente sin acceso a literatura de calidad. Los imagino, pero entiendo a Pérez Reverte: pocas cosas me producen el desasosiego de buscar un libro que sé que leí, subrayé y amé y descubrir que ya no está en mi biblioteca. Siento esa ausencia como la breve anticipación del síndrome del nido vacío.
Mil veces me he hecho el propósito de no volver a prestar libros: las mismas mil en las que me he topado con la incertidumbre ante un título desaparecido. ¿A quién se lo presté? ¿Cuándo? Soy tan desmemoriada que alguna vez intenté llevar un registro, para tener al menos la lista del inventario itinerante, pero se me olvidaba anotar, y si hubiese anotado habría olvidado reclamar.
Vivo en contradicción: temo el riesgo de perderlos, pero fui estudiante de juntar monedas para el bus y sé que para un universitario los libros pueden ser un lujo inaccesible. Como mi único propósito como profesora, independiente de la asignatura a cargo, ha sido estimular a los estudiantes para que conviertan la lectura en un hábito frecuente y placentero, entonces termino cediendo. Mi política consiste en no prestar libros, pero con excepciones: familia, amigos y estudiantes. Los demás entran en la categoría de “otros”, a los que según las circunstancias es posible que también les preste, por mi incapacidad incorregible para decir “no”. Pienso “no” pero de mi boca sale un “sí” desobediente. Así perdí títulos de Truman Capote, Norman Mailer, Gonzalo Arango o Bernardo Arias Trujillo, entre muchos otros. Alguien dirá: “eran malos”; les respondo: “eran míos”.
Prestar libros es otra forma de mostrar una foto desnuda. Subrayo lo que leo y esos subrayados revelan lo que soy. Esas líneas, a veces suaves y con lápiz, a veces fuertes y con tinta, resaltan lo que me gusta, me interesa o me cuestiona, los gazapos que pillo, las frases que usaré para mi blog de libros, y anotaciones al margen sobre la estructura, o un simple “ojo” que quizás mi ojo no volverá a leer. Por eso cuando me los devuelven y hay café para charlar sobre lo leído, siento que el interlocutor no sólo se detuvo ante un autor o un texto nuevo, sino que además me conoció desde una nueva faceta.
Porque ocurre, por supuesto, que algunos devuelven los libros prestados. Sobre esa exótica especie en vías de extinción recuerdo a una amiga que se llevó mi ejemplar de La Casa Rosada, de Orlando Mejía Rivera, a un concierto de Rock al Parque. Esperó la música embebida en las historias de Carmen y en esas estaba cuando se desató un diluvio. Guardó el libro en su mochila, pero las hojas húmedas se desgajaron y algunas se perdieron. Caían como si fuera otoño. Me contó que buscó en muchas librerías esa obra descatalogada, hasta que pudo comprarla para devolvérmela. “Las cosas prestadas tienen maldición”, dice mi mamá que decía la suya.
Cuando empezó la pandemia, hace dos años ya, se popularizaron las charlas virtuales y con ellas floreció un extraño negocio: la venta de papel tapiz estampado con imágenes de bibliotecas, para que las personas presuman de apartamentos con estudios que no tienen, aunque tampoco importa. En MercadoLibre aún los venden, desde $125.000, y algunos de la línea vintage se parecen a la biblioteca de Pérez Reverte.
Ayer, además del Día del Idioma, fue el Día Internacional del Libro. Escribí este anecdotario porque los periódicos deberían incluir más reseñas, entrevistas y crítica sobre libros, escritores, librerías y editoriales, por una obviedad elemental: sin lectores no hay prensa. Quiero pensar que quienes leen este diario comparten conmigo el placer de leer, y quizás también el duelo culposo por los libros prestados; anticipo de los libros perdidos.
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