El ciclista Egan Bernal escribió en Twitter que votará por Federico Gutiérrez y le pasó lo mismo que a otros deportistas y cantantes que comentan públicamente sus preferencias políticas: los afines se alegran mientras voces contrarias los invitan a no hablar de lo que no saben, o les dicen “no se meta en lo que no le importa”, como si la política no fuera un asunto de todos.
“No polarice” es el nuevo “calladita te ves más bonita”. Aunque la política se refiere al gobierno y la organización social que integramos todos los ciudadanos, abundan “demócratas” que prefieren la libertad de expresión con condiciones, restricciones y letra menuda. Hay gente que ve la expresión pública como un derecho limitado a los que piensan parecido, mientras que a los que se pronuncian desde el disenso les advierten que el voto es secreto y hacerlo público es provocación.
Durante décadas la filiación política fue una tradición heredada de padres a hijos y las diferencias políticas se tramitaban en sigilo o con balas. Los pueblos se identificaban como conservadores o liberales y las simpatías políticas se revelaban con los periódicos: si alguien compraba El Nuevo Siglo o La Patria se rotulaba como conservador, y si prefería El Espectador se consideraba liberal, en una división que se parece al simplismo con el que se sigue etiquetando hoy.
Las mujeres votaron desde 1957, pero hacerlo por un candidato distinto al del padre o el esposo ha sido un proceso tan lento como el de lograr que los trabajadores apoyen candidatos distintos a los de sus jefes. Más difícil aún ha sido que puedan expresar esa divergencia sin que eso amenace su estabilidad laboral. En 1988, con la elección popular de alcaldes, la discusión política tomó otro alcance porque el abanico se diversificó con matices distintos al rojo y el azul. El país más deliberante que llegó con la Constitución de 1991 se encontró desde 2002 con el uribismo en el poder, y la charla política se suprimió de la mesa del comedor y el WhatsApp familiar para evitar tensiones. Así llegamos a hasta hoy, cuando argumentar y escuchar son gestos que se reservan para los que reafirman nuestras creencias; para quienes las cuestionan se prefiere el sarcasmo, el insulto o el silencio. La discusión política se redujo a sectarias barras bravas de derecha e izquierda que aplauden o abuchean. Al ejercicio de rebatir con argumentos se le llama hoy “polarizar”.
Hace años un columnista anunció que depuró su lista de amigos en Facebook y eliminó a todos los uribistas. Lo leí como una línea roja: una cosa es eliminar a quienes replican mensajes falsos, de odio o son invasivos, abusivos o acosadores, y otra es cancelar al que piensa distinto, por el mero hecho de opinar. Las redes son una burbuja que distorsiona la vida real y esas purgas aumentan aún más la distancia entre lo que ocurre en el micromundo digital y lo que pasa en la calle. Deberíamos haberlo aprendido después de la decepción por la Ola Verde de 2010 y la plebitusa de 2016.
Algo parecido pasa con los columnistas. Hay gente que, a manera de piropo, me dice “Yo sólo la leo a usted y a fulano porque son los únicos con los que me identifico”. Lo agradezco, pero es justo lo contrario a lo que yo hago: busco adrede columnistas con mentalidad más conservadora que la mía, desde Thierry Ways, Fernando Savater y Mario Vargas Llosa, hasta varios señores que publican en estas mismas páginas, precisamente para entender sus argumentos y cuestionarme, porque son las dudas las que me alimentan la curiosidad. Si de mí dependiera eliminaría muchas columnas, pero ninguna por razones ideológicas: todas por motivos estéticos.
Egan Bernal, como cualquier ciudadano, no solo tiene derecho a votar por quien quiera sino además a manifestar públicamente su apoyo. Ahora bien, quienes leímos lo que escribió y pensamos distinto también tenemos derecho a preguntarnos, sin rabia y sin miedo, cómo es que concluyó que “Fico tiene la virtud de unir”, cuando si algo ha demostrado el uribismo en dos décadas de excluyente ejercicio del poder es precisamente su violenta capacidad de división.
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