Suena extraño decir que estuve de turismo en el cementerio, y sin embargo cuando se va a otras ciudades es común encontrar lugares sacros en las guías de viaje. En Buenos Aires, por ejemplo, un destino popular es la tumba de Evita Perón. Después de dar vueltas por La Recoleta el punto señalado resulta ser menos monumental que los colosales mausoleos de mármol que allí abundan, y que recuerdan al Cementerio Central de Bogotá.
A los argentinos les gusta decir que su cementerio se parece a los de París. En el Montparnasse reposan Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Simone de Beauvoir y Charles Baudelaire, entre otros escritores, y en sus tumbas los viajeros dejan flores, cartas y se toman fotos como si estuvieran posando en Disney.
El Cementerio Central de Bogotá es imperdible, no solo por los columbarios que pintó Beatriz González, sino por todo lo bonito, histórico y curioso que hay allí. Lo bonito son los mausoleos, estatuas y textos de algunas lápidas, incluyendo nombres sonoros que ya no se usan (Juan Rulfo sacaba los nombres de sus personajes de los panteones de Jalisco); lo histórico son las tumbas de personajes que van desde Francisco de Paula Santander hasta Luis Carlos Galán, y lo curioso está en visitantes que le hablan al oído a El Pensador, la escultura de la tumba de Leo Kopp, y también en los mensajes de “gratitud por los favores recibidos”, a Carlos Pizarro Leongómez, el excomandante del M-19.
Hace años un amigo me llevó al Museo Cementerio San Pedro de Medellín, en donde programan conferencias, talleres, conciertos y visitas guiadas. Tiene mármol, estatuas y tumbas de próceres y de artistas como Jorge Isaacs, pero lo novedoso es el contraste entre esas formas sobrias y la estética de la cultura mafiosa: recuerdo el mausoleo de los hermanos de Dandeny Muñoz Mosquera “La Quica”, sicario de Pablo Escobar que paga 10 cadenas perpetuas en Estados Unidos. La mamá lo mandó construir para sus cuatro hijos asesinados, con mármol, bronce, retablos con recortes de prensa, flores artificiales y un mecanismo que garantiza que día y noche suene música evangélica.
Algo así sería impensable en el sobrecogedor cementerio de Arlington, en Washington, donde está la tumba de los Kennedy, la del Soldado Desconocido y la sucesión de miles de idénticas lápidas blancas que recuerdan que el imperialismo gringo se abona con las vidas de jóvenes soldados.
Dicen los viajeros que para acercarse a la cultura viva y la historia de cualquier ciudad hay que visitar su centro, su plaza de mercado y su cementerio. El Bogotazo vive en el Cementerio Central y la huella de Pablo Escobar está en San Pedro, aunque los restos del capo reposen lejos de allí, en un parque con jardines, cafetería y mucho verde, que es como hoy se edulcora la muerte.
Volví después de muchos años al cementerio San Esteban y me impactaron varias cosas: el silencio, aunque queda en medio de la ciudad; la belleza de su arquitectura circular, en la que predomina el amarillo; lo hermosas que son sus altas palmeras (¿tendrán los 98 años del cementerio?), y toparme con las tumbas de Alejandro Gutiérrez, Blanca Isaza de Jaramillo Meza, Rafael Henao Toro y otros artífices de nuestra historia local.
Lo valioso del San Esteban está en la memoria de quienes allí reposan, pero también en lo que los rituales fúnebres reflejan sobre la vida de la comunidad. Por eso es una lástima y un descuido la falta de mapas e información turística o museográfica, impresa o virtual, sobre un lugar que merece ese tipo de servicio.
Las modas cambian también para lo funerario: en el San Esteban cohabitan lápidas sobrias del siglo pasado con diseños recientes llenos de color, que incluyen la foto del difunto, largos y emotivos mensajes de despedida y, con pasmosa frecuencia, escudos de los equipos de fútbol. Me pregunto qué historias de vida hay detrás de esos jóvenes a los que sus deudos inmortalizan con la imagen del Nacional, América, Millonarios o el Once, y qué lectura hacen los turistas de lo que contamos como sociedad con nuestro cementerio.
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