El 26 de septiembre de 1960 el vicepresidente de Estados Unidos Richard Nixon y el senador demócrata John F. Kennedy se encontraron en el primer debate televisado de una campaña presidencial. ¿Qué dijeron? Nadie se acuerda. Nixon llegó con dolor y fiebre, por una cirugía de rodilla, y ese malestar se vio en primeros planos de un rostro desencajado y sudoroso. Kennedy, más jovial y bronceado, exhibió una sonrisa seductora ante 70 millones de televidentes, el 40% de la población de su país. Lo que ocurrió en las urnas el 8 de noviembre fue la ratificación de esos minutos en pantalla.
Hace 62 años, luego de ese encuentro, los debates se convirtieron en pieza clave de las campañas políticas. Antes de Internet fueron la principal oportunidad para que los candidatos entraran a la alcoba de los televidentes y la gente contrastara propuestas y simpatías: sirvieron para identificar cuál candidato “me gusta” o “me cae mal”.
El comportamiento electoral, como toda actuación humana, involucra emoción. Si los ciudadanos decidieran su voto únicamente por el análisis racional de propuestas bastaría con leer los programas inscritos ante la Registraduría, hacer cuadros comparativos y sacar conclusiones. Pero si la gente no lee ni un manual de instrucciones, tampoco va a leerse un programa de gobierno, y mucho menos ocho, que fueron los propuestos en la primera vuelta presidencial. En vez de hacer esa tarea lo usual es ir al resumen: dejar que el candidato se explique con sus propias palabras. Así, las ideas complejas frente al manejo del Estado se adelgazan hasta convertirse en declaraciones editadas por los medios, o debates en donde el show audiovisual cronometra los tiempos de argumentación en segundos.
El dicho “ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre”, aplica para la campaña que hoy culmina. Del 14 de marzo al 27 de mayo hubo 20 debates, 16 de ellos en Bogotá. Dos encuentros semanales para temas de nicho también hablan del afán de protagonismo de medios, gremios o periodistas que reclaman sus 15 minutos de fama. Dejar de ir a un debate tiene costos para el candidato, pero los 8 lo hicieron porque tal sobreabundancia hace que el público se desinterese y que esa agenda saturada riña con la necesidad de recorrer las regiones.
La segunda vuelta cayó en el otro extremo. No recuerdo otro candidato presidencial que se le haya escondido a la ciudadanía como lo hizo Rodolfo Hernández en estas tres semanas. Es cierto que cada vez que habla pierde votantes, pero por culpa de él, que se lanzó para un cargo que le queda enorme, y no del electorado, que tiene derecho a acceder a información de primera mano y a ser tratado con respeto. Ofende a la inteligencia, y también a la estética, que un candidato presidencial se asuma como un meme y pretenda suplir su falta de discurso exhibiendo su torso desnudo en TikTok.
Las nuevas tecnologías diversificaron las fuentes para obtener información y por eso es poco probable que un debate sirva hoy para ganar adeptos, aunque sí para perderlos. Se siguen como un partido de fútbol: la fanaticada aplaude a su favorito o abuchea, y elige fragmentos emocionantes para replicar o comentar en redes sociales.
Sin embargo, que los debates sean un espectáculo no significa que sean innecesarios. Son tan importantes que en México, por ejemplo, los reglamenta su autoridad electoral. La esencia de la democracia es la deliberación, que exige espacios de interpelación: oportunidades para que el oponente o un tercero haga preguntas difíciles y controvierta. La democracia enflaquece con autoridades opacas que rehúyen los debates, entrevistas periodísticas y ruedas de prensa, y se limitan a alocuciones o autobombo en espacios controlados, en donde el cuestionamiento crítico se sustituye por hinchas de redes sociales que ejercen la ciudadanía con emoticones.
Las trabas de Rodolfo Hernández para debatir develan sus carencias y su carácter. Es como si en una convocatoria laboral para un cargo alto y exigente un aspirante reemplazara la entrevista por un video en TikTok o un meme. Es peligroso que siga haciendo carrera esta tendencia de políticos cobardes y superficiales que rebajan nuestra democracia imperfecta a una banal memecracia.
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