Manuel Vilas, el autor de la entrañable novela «Ordesa», escribió este lunes en El País, de España: “El cine es liturgia y ha de verse en las salas, que son sus iglesias. Ver cine en casa es ateísmo”.
Lo leí y pensé en «Cinema Paradiso», de Giuseppe Tornatore, que recrea la Italia de la posguerra. Se trata de una declaración de amor al cine y al oficio del proyeccionista, que desapareció con las nuevas tecnologías de las salas de exhibición, pero que durante décadas permitió que la gente se desconectara de su rutina durante hora y media, para viajar desde su silla a países o épocas remotas.
Es paradójico que quien quiera ver hoy «Cinema Paradiso» recurra a Netflix, Prime Video o cualquiera de las plataformas para reproducir películas por internet “en la comodidad del hogar”. La pandemia aumentó el tiempo dedicado al cine en casa, que, como señala Vilas, me invita a diario a traicionar un ritual.
Confieso que soy vieja guardia: me gusta ver cine con la luz apagada y en silencio, y me perturba que en la mitad de un diálogo suene el teléfono, me comenten en voz alta sobre la actriz o me digan: “pausemos que ya es hora de comer y ahora seguimos viendo”. No me gusta ver películas empezadas ni partirlas en varias tandas. Con el cine, como con la lectura, disfruto la inmersión profunda que permite el silencio prolongado. Cuando las voces de la pantalla tienen que competir con otras que no dejan ni siquiera apreciar la banda sonora, no solo se pierde el encantamiento sino que se profana la obra cinematográfica.
En resumen: si el plan es ver películas, entonces quisiera que no me hablaran hasta que saliera la palabra “Fin”. Sin embargo, ante el confinamiento y la pereza de salir a la calle, busco en Netflix y pienso: “es lo que hay”.
El sencillo ritual de silencio y concentración es difícil en la casa y es cada vez más escaso en las salas de cine porque están en vías de extinción. Ahora que me dedico a revisar periódicos viejos encuentro que hace un siglo todos los días se promocionaban películas para ver en el Salón Olympia o el Teatro Manizales, cuando la ciudad tenía escasos 50.000 habitantes y aún faltaban décadas para la llegada de la radio y la televisión. Hoy somos 400.000 y los sitios para ver cine son tres, con una cartelera que, salvo escasas excepciones, es casi una clonación.
En mi infancia mi papá nos llevaba a matiné al Cid, el Teatro Colombia y el Cumanday. Estas salas desaparecieron, como también las tiendas de alquiler de películas y las dos salas del Teatro Fundadores, que durante años tuvo un activo cineclub. Allí vi en los 90 «Crash», de Cronenberg, «Los sueños», de Kurosawa, y la trilogía de «Blanco», «Azul» y «Rojo», de Kieślowski, entre otras: “cine de autor” o “cine arte” que ya no llega a los multiplex de centro comercial. Los clásicos del cine hay que verlos hoy en el televisor.
Este fin de semana volví a la oscuridad de una sala de cine, después de un año de ausencia. Era el único ritual que me faltaba reanudar desde que empezó la pandemia. Regresé por el puro placer de la pantalla gigante. Manuel Vilas escribe en su columna que hace poco vio en Madrid, en la filmoteca del Cine Doré, «El inquilino», de Nieves Conde, «El carnicero», de Claude Chabrol, y «Cleo, de 5 a 7», de Agnès Varda. El sábado pasado nuestra cartelera local ofrecía muñequitos, terror y acción futurista. Elegí «Tom y Jerry» y pensé: es lo que hay.
Disfruté las crispetas, la compañía y la posibilidad de abstraerme durante casi dos horas del tráfago de masacres, bombardeos y declaraciones de funcionarios que se refieren a niños como “máquinas de guerra. Se presentan como héroes, pero actúan como villanos. Cuando veo a los voceros de este gobierno también pienso con resignación: “es lo que hay”.
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