Ser mamá es vivir enamorada y preocupada en partes iguales y en mi lista de temores está el matoneo escolar: que se lo hagan a mi hija o que ella lo haga. Si algo aprendí en el colegio en el que estudié es que ni todos los abusadores son hijos de familias disfuncionales (¿quién define qué es una familia “normal”?) ni todas las víctimas son débiles incapaces de identificar qué les hace daño. Estigmatizar a agresores y agredidos es la mitad del problema.
En mi adolescencia decíamos “me la montaron en el salón”. No existían los términos matoneo, bullying o acoso escolar pero varias aguantamos conductas hostiles y humillantes con códigos de silencio, por una mezcla de terror a represalias y vergüenza de contar. Acordaban dejar de hablarme durante días, actuando como si yo fuera invisible. ¿Por qué? Por ser de clase media o porque era martes: no había motivo. Si alguna rompía el pacto también la excluían. Alguien dirá: pero también molestaban a otras, no era permanente y no les pegaban. Eso también es parte del problema: alertarse solo cuando hay ataques corporales. La idealización de la infancia omite que allí hay crueldad, inseguridad y miedo. No exagero: pregúntenle a sus amigos gais cómo se sintieron en bachillerato.
Celebro la conversación pública sobre este tema, porque el fenómeno no es nuevo ni exclusivo de pocos colegios, estratos o familias. Según la ONG Bullying Sin Fronteras el año pasado hubo 8.981 casos graves en Colombia y el 32% de los estudiantes dijo haber sido víctima de acoso. Este año van 90 casos reportados ante la Secretaría de Educación de Caldas. Mientras 1 de cada 3 colegiales resiste lesiones a su salud mental y autoestima, algunos adultos reducen el asunto a “juegos de niños”, “incidentes dentro de las instalaciones del colegio” que son ropa sucia que se lava en casa (si se lava), o posibilidades para “aprender a defenderse” porque “esas cosas fortalecen el carácter”.
En «El infinito en un junco» Irene Vallejo cuenta que sufrió acoso escolar: «Los perseguidores se repartían los papeles; uno era el líder y otros sus fieles secuaces. Inventaban motes para mí; hacían imitaciones grotescas de mi aparato de dientes; me lanzaban esos balonazos cuyo golpe seco, cuyo aturdimiento todavía me parece sentir; me rompieron el dedo meñique en clase de gimnasia; disfrutaban con mi miedo. Los demás imagino que ni siquiera se acuerdan. Tal vez, escarbando en su memoria, dirían, bueno, le gastamos algunas bromas pesadas. Colaboraban precisamente así, con su indiferencia».
Estas semanas se han difundido casos que repiten el esquema de un líder agresor que actúa con el apoyo de cómplices y el silencio de otros. Un compañero con el que hay que permanecer hasta graduarse ejerce un poder tóxico con burlas, hurtos y hostigamientos que escalan hasta llegar a golpes, ataques colectivos, lesiones físicas, intentos de suicidio y conductas que caben en el Código Penal. A todo este repertorio de violencias, que existe hace décadas, se suma ahora el componente virtual: un meme o video con la cara de la víctima saca la ridiculización de los muros del colegio y la expande por Instagram y TikTok.
Así como “acoso escolar” es más preciso que “me la montaron” o “se burlan de mí”, recomiendo el «Glosario de violencias digitales» de la Fundación Karisma, que nombra las variables del infierno en redes sociales: recibir comentarios públicos reiterados no solicitados es ciberacoso, recibir sugerencias supuestamente amables sobre la apariencia física se llama “Sealioning”, y hay muchas más.
Pienso en los agredidos y también en los agresores. ¿Cómo hablar de bullying sin revictimizar ni matonear a los victimarios, que siguen teniendo derecho a protección especial por ser menores de edad? El bullying no se combate con bullying. De acuerdo con la ley colombiana y la Organización Mundial de la Salud nunca deben publicarse datos que ayuden a identificar a los implicados.
Se necesita pedagogía emocional para que niños, jóvenes y papás reconozcamos alertas tempranas y se requieren colegios que sean espacios protectores y seguros, en los que más que vigilancia policial se promueva inclusión desde la diversidad, respeto por la diferencia, autocuidado y afecto. Colegios en los que los niños sientan alegría de estar.
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