Monseñor “Selique”
Señor director:
El hogar de don Jesús Hoyos y doña María Ochoa, en Caramanta (Antioquia) se iluminó y se colmó de alegría el 25 de octubre de 1934 con el nacimiento de un hermoso niño a quien, en su bautizo, se le impuso el nombre de Luis Enrique. En esa casa y familia siempre lo han llamado Selique. El niño creció, cursó los estudios elementales y –como daba muestras de vocación- luego ingresó al Seminario Menor de Manizales. Es de recordar que tanto el Menor como sobre todo el Seminario Mayor de esta arquidiócesis gozaban de fama nacional; de hecho, no pocos de los miembros del clero arquidiocesano se formaron en esta ciudad, pese a que Medellín siempre ha contado con institutos eclesiásticos de primer orden.
El padre Luis Enrique fue ordenado presbítero por monseñor Arturo Duque Villegas, arzobispo de Manizales, en la catedral basílica metropolitana de Nuestra Señora del Rosario, el 27 de noviembre de 1960. Su primer destino pastoral no fue haber sido designado vicario cooperador, como ha sido y es la costumbre, sino que fue nombrado, de una vez, párroco: comenzó el ejercicio de su ministerio eclesial en Bolivia, corregimiento de Pensilvania, en el departamento de Caldas. Tal vez puedo equivocarme en esto, pues me parece guardar en la memoria la información de que Selique empezó su apostolado como vicario de la parroquia de Las Mercedes en Chinchiná. De todos modos, pronto se hallaba de párroco en Bolivia.
Lo conocí cuando él era párroco del Carmen, la principal iglesia de La Dorada; yo era seminarista. Pasó luego a la parroquia de Pensilvania, importante en el ámbito arquidiocesano. Me tocó allí y con él la experiencia que se conocía como el mes de pastoral, el mes de diciembre, que los seminaristas “teólogos” hacíamos al terminar cada uno de los tres primeros años del ciclo teológico de la formación.
Selique fue párroco de Salamina por más de veinte años, en dos períodos, bastante largo el primero y demasiado corto el segundo. Ejerció sumamente bien el cargo de Vicario General de la arquidiócesis y desempeñó igualmente, es decir, muy bien, el puesto de rector del Seminario Mayor. Cumplido este último encargo, se retiró a Villa Kempis, desde donde se desplazaba al barrio Palermo, a visitar a su amigo el padre Roberto Ramírez Zuluaga, párroco de Nuestra Señora del Sagrado Corazón. Poco después el padre Roberto lo invitó a trasladarse del todo a Palermo: allí se dedicó a celebrar la misa, a predicar magníficamente, a confesar con sabiduría y misericordia, a llevar la Sagrada Comunión al domicilio de los enfermos, y a orar, meditar y contemplar las maravillas y bondades de Jesucristo. Y de la Virgen, pues ha sido muy devoto de ella, como pienso declarar en otra oportunidad.
Cierro esta semblanza con una enseñanza del gran Selique, la que le oí en una homilía dominical salamineña: “El tiempo es la moneda con la que compramos la eternidad”.
Jaime Pinzón Medina, presbítero
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