Pbro. Rubén Darío García


Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Último domingo del año litúrgico: celebramos a Jesucristo Rey del Universo. El término Rey identifica al Reino de Dios. Todos los días nosotros pedimos “Padre Nuestro que venga tu Reino”. Vinculamos al Rey con el que rige, gobierna y se viste con traje de púrpura, pero Jesús precisa el sentido de sus palabras: “Mi Reino no es de este mundo”. El reinado que nos anuncia el Evangelio es distinto al reinado del mundo: Reinar es servir. Quien quiera ser el primero, hágase el último; el más importante en el Reino de los cielos es quien llegue a hacerse como niño, pequeño.
“Los grandes del mundo, dice Jesús, los oprimen y esclavizan, no será así entre ustedes, quien quiera ser el más importante, hágase el más servidor de todos”… Y, en la Última Cena, Jesús lavó los pies a sus discípulos en una acción que, entonces, sólo realizaban los esclavos. Lavarle los pies a los discípulos era algo escandaloso: ¿Cómo el maestro va a lavar los pies si esto lo realiza solo un esclavo? Y Jesús enseña: “Ustedes me llaman maestro y de verdad lo soy. Si yo el maestro, les he lavado los pies, es para que entre ustedes hagan lo mismo: Lávense los pies unos a otros, así verán que son discípulos míos si se aman los unos a los otros”.
Reinar es amar, Reinar es servir, porque quien ama sirve al otro porque el otro es don, regalo para mi vida. Reinar es dar la vida por el otro. Jesús es Rey cuando sube a la Cruz. La Cruz es el trono real, es la nueva realeza que el mundo no puede comprender. El sufrimiento por el otro es santificador, es glorificación de la persona que es digna de mi sufrimiento para que tenga la vida.
Ofrecer una enfermedad por la vida del otro, se convierte en un acto sublime. Jesús entregó la vida, voluntariamente, para que nosotros no fuéramos ya dominados por el pecado; para que la muerte fuera destruida: Jesús ha vencido la muerte amándonos hasta el extremo. Esta es la actitud de uno que llega a creer en Cristo: ofrecer todos los padecimientos en la vida presente como actos de salvación por los demás, como reparación por los pecados personales y del mundo entero. Así entendemos que en nuestro cuerpo llevamos el morir de Jesús para que se manifieste que la fuerza tan extraordinaria del amor, no viene de nosotros, viene de Dios.
En el mundo campean idolatrías, venganza, corrupción, mentira, odio, envidia, celos, competitividad, egoísmo, búsqueda del poder y la producción como objetivo central. Y Jesús, como Rey que muere en la Cruz, crucifica toda nuestra soberbia y nos abre a la nueva dimensión del dar la vida, del salir de nosotros mismos, destruyendo este individualismo y transformando el poder en servicio.
Los católicos bautizados, tenemos la responsabilidad de continuar en nuestra vida cotidiana el morir de Jesús por los otros. Los padres de familia están llamados a ofrecer sus sufrimientos por su cónyuge, por sus hijos, por el jefe en la empresa, los compañeros de trabajo y la empresa misma, por educadores y escuelas…
La transformación social se da cuando cada uno asume la realeza del bautismo como servidor del Reino. Somos sacerdotes, profetas y reyes, sabemos ofrecer nuestros sufrimientos como puestos en un altar; estamos invitados a anunciar con nuestra vida la buena noticia de Jesús para que todos lo conozcan y puedan alcanzar la plenitud de la vida; somos reyes en el servicio al otro, porque comprendemos que todas nuestras tareas se convierten en un morir por el otro en el servicio.
Recuerdo una hermosa abuela que nos atendía en el comedor cuando nos servía el almuerzo. Al terminar el encuentro, quitándose el delantal decía: “Se acabó el reinado”. Entonces comprendí lo que en la vida cotidiana significa “Reinar”. ¿Estamos dispuestos a vivir nuestra vida como un real servicio?
2Sam 5,1-3; Salmo 121; Colosenses 1,12-20; Lucas 23,35-43
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