Pbro. Rubén Darío García


Un antiguo proverbio oriental dice: “Para abrir los ojos se necesita una vida, pero para mirar basta un instante”. Abrir los ojos significa optar por el Reino, decidirse y arriesgar por él. Por el Reino de Dios nuestras relaciones, en Cristo, asumen una novedad absoluta.
Pedimos en el Padre Nuestro: “Venga tu Reino”. Oramos por una nueva manera de vivir, de pensar, porque nuestros criterios sean nuevos frente a un mundo viejo. Las relaciones del Reino son las bienaventuranzas: “Dichosos los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos”.
Pobre es quien pone su confianza en el Señor, no en sus propios esfuerzos o proyectos. Un pobre dice la verdad porque está seguro de ella, no la mimetiza según sus conveniencias: habla cuando debe y calla cuando es prudente. Pero tiene parresía y no se deja acobardar por amenazas de sufrimiento.
El Reino de Dios se expresa cuando el Cristiano, consciente de su bautismo, ama al enemigo y hace el bien quien le ha hecho el mal. El Reino va contra la mentalidad del mundo. Este Reino es Verdad, Justicia, Libertad, Vida, Amor. Instaurar este Reino en nuestra vida trae serias consecuencias: en un mundo impregnado de corrupción y de mentira, la verdad, la justicia y el amor, desacomodan y chocan. Hoy vivimos una mentalidad de lo fácil, sin compromiso, mediocridad en el ser y en el hacer. Hablar de Justicia parece un lenguaje extranjero; amar se encuadra en conveniencias e intereses particulares. Nos resistimos a cuestionarnos y a sufrir por el otro.
El fuego que Jesús quiere que arda es esta fuerza del amor que desacomoda: amor al enemigo, amor al que me hace daño, a quien me destruye. Puede estar muy cerca de cada uno de nosotros, incluso dentro del hogar. Así comprendemos las palabras de Jesús: “Creen que he venido a traer paz, no, guerra”. Porque en una misma familia quien se decida a vivir Reino, tendrá que enfrentar en rechazo y el aislamiento, aún entre los suyos.
Por denunciar la verdad en un mundo cargado de mentira, Jeremías fue lanzado al aljibe lleno de lodo para dejarlo morir de hambre. Pero Ebedmelek, el cusita, lo auxilió “Tomando tres hombres consigo, sacó a Jeremías del aljibe antes de que muriera”. Quien se vuelve creyente, espera con ansia al Señor; está seguro que Él se inclina y escucha su grito; no duda que es sacado de la fosa letal, de la charca fangosa; que el Señor afianza sus pies sobre roca y asegura sus pasos (Salmo 39).
En la Carta a los Hebreos la fosa y el fango representan el vivir en el pecado. Pecar es morir, entrar en la muerte, sumergirse en las aguas de la muerte. Por eso se necesita que el fuego arda. Este fuego es el Espíritu Santo, identificado con Pentecostés: “Cuánto quisiera que ya estuviera ardiendo”.
Es el fuego del amor, el que debe purificar nuestros corazones heridos por el odio, la división, la maldad, por esa la tristeza que invade el alma de quien no conoce a Dios ni ha experimentado su amor. De verdad: “Jesús, el Evangelio del Padre, ha venido a prender fuego en este mundo; a ser Luz en medio de la tiniebla y la oscuridad del pecado”.
Somos conscientes de que nuestra guerra es muy profunda: es contra las armas de las tinieblas imposibles de vencer más que con las armas de la Luz: amor al enemigo; hacer el bien a quien nos hace el mal; orar por quienes nos persiguen; poner la mejilla izquierda a quien te ha pegado en la derecha; caminar otra milla con quien te ha pedido caminar solo una, bendecir a quien nos maldice: “…Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman”.
Jeremías 38,4-6.8-10; Salmo 39; hebreos 12,1-4; Lucas 12,49-53
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