Gloria Beatriz Salazar


Mi rey, me gobernaba a mí y a mis dos hijas: Irene y Antonia; a María Eugenia y a todo aquel que se atreviera a tocar sus territorios. Fuimos unas súbditas felices y agradecidas de ser cuidadas por tan bella gota de tigre, como bien lo dijo Jairo Aníbal Niño.
Este gobernante fue amoroso y vivió su vida como un gran monarca. Dormía aproximadamente 12 horas diarias en una mullida cama o en cualquier sofá silla o almohada que fuera de su apetencia. Luego se daba unos deliciosos festines de pescado, para después darse un buen baño a punta de lengüetazos.
Como todo buen monarca era gordo, hermoso y pretencioso. Se llamaba Míster, aunque tenía un apodo de cariño: el Gordo, nuestro Gordito.
Durante el día exigía varias veces ser acicalado y peinar su bella melena por horas y horas. Él nos respondía con ronroneos de agradecida complacencia. Si le quedaba algo de tiempo antes de dormir, jugaba con su hermano menor, tal vez, a atraparse o las escondidas, pero si se sobrepasaba, le daba un coscorrón, para que no se olvidara quien mandaba en su reino.
Era muy exigente con todo aquel que tocara su territorio, y, por tanto, ordenaba al humano amarlo y contemplarlo, con grandes maullidos y el súbdito respondía con caricias, hasta que el rey se saciara. Su regla era: Las manos solo sirven para servirme, es decir, consentirme, contemplarme, peinarme y darme de comer.
Era un rey justo porque sabía que necesitaban sus súbditas: Amor, compañía, paz y complacencia. Nos amaba sin reparos, con aceptación y sabiendo que necesitaba cada una de nosotras. Yo adoraba llegar a casa y ser recibida por tan bella nobleza y sus largas conversas en las que me contaba los chismes del reino, que había descubierto después de estar horas en la torre más alta del castillo, donde divisaba su pueblo y así, se daba cuenta de todo lo que pasaba en sus dominios.
Las tres tuvimos relaciones bien diferentes con él. Irene era su mamá, lo cuidó desde pequeño y lo acompañó hasta su último suspiro. Con ella daba largos paseos y le encantaba como le rascaba las orejas y era bastante explícito de cual debía ser acariciada. Antonia lo amaba infinitamente, lo cargaba y lo estripaba, y por eso se ganó unos cuantos rasguños y mordiscos por insolente con el soberano.
Él sentía los momentos difíciles, escuchaba mis lágrimas, y sabía que debía acudir a mi auxilio. Se acostaba a mi lado y me daba su calor y ronroneo, me escuchaba sin reparos y me protegía de mis miedos. ¡Era un gran rey!
En los últimos tiempos, solo fuimos él y yo, y le agradezco: su compañía en mis insomnios, en mis largas horas de escritura al lado del computador; y nuestros arrunches viendo televisión y durmiendo juntos.
Tuviste una buena vida mi gato amado, me enseñaste y me diste tu amor sin restricciones y yo te di todo lo que tuve a mi alcance para satisfacer a mi soberano.
Fueron catorce años de un grandioso reinado, descansa en paz, en la tranquilidad del campo, en un jardín, al lado de un árbol, que crecerá muy alto para recordar tu grandeza.
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