
Miguel André Garrido
Colprensa|LA PATRIA|Bogotá
A Marcelo Buinaje los 72 años de vida no se le notan, quizás por lo oscuro de su piel y el cabello azabache que apenas deja ver un par de canas oscuras. Lo único que lo delata; además de la mirada apagada, es el mal estado de su dentadura, de la cual escasamente se observan un par de dientes delanteros, tan oscuros como su pelo, incrustados en el maxilar inferior.
Al aspecto humilde se suma su hablar pausado y el bajo tono de voz, tanto que dificulta entender su castellano, el mismo que reconoce no habla apropiadamente por lo que recurre de manera intermitente al ‘uitoto minika’, como se denomina el dialecto que hablan en su comunidad: Los uitoto, un pueblo asentado en el corregimiento La Chorrera en el Amazonas, donde se localizó y aún se tienen vivos recuerdos de la tristemente célebre Casa Arana.
Esta última es precisamente la razón por la que el abuelo Marcelo, como lo denominan Fany Kairu y Clemencia Herrera, sobrina y nieta respectivamente, decidió salir del sur del país. Ellas lo acompañan para ayudarle en la interpretación de algunas palabras.
Es 3 de octubre y Marcelo lleva cinco días en la capital de la República a donde llegó metido en un vuelo de Satena, un recorrido de tres horas (Leticia – La Chorrera – Araracuara – San Vicente - Bogotá), dice Clemencia al describir el viaje que sale cada ocho días y cuyo costo por persona –dice- se acerca a los 800 mil pesos, todo un sueño para la mayoría de aborígenes, quienes escasamente viven del trueque, de la caza y la pesca.
Otra forma de salir de la región, casi impensable, es fluvial; pues el recorrido puede durar, fácilmente 25 días. “Se viaja por el río Igará-Paraná de donde se llega al Putumayo de ahí al río Amazonas y luego a Leticia, recorriendo las fronteras de Perú y Brasil”, afirma Fany. En este caso, el costo ni siquiera lo calculan pues depende de si incluye alimentación, entre otras cosas. “En muchas oportunidades toca trabajar en la lancha para ayudar con el pago del transporte”, afirma la mujer quien a pesar de su origen indígena, tiene incrustada la cultura occidental.
El viaje del abuelo sólo tiene una intención: entrevistarse con el presidente de la República, Juan Manuel Santos, a quien por una infortunada coincidencia no pudo ver pues se recupera de una operación de cáncer de próstata.
En sus manos rusticas, oscuras, duras el líder aborigen carga un canasto de tamaño mediano (símbolo de la mujer), una vasija de barro negra adornada por una delgada cinta amarilla que sirve de envoltura para dos presentes, cuyo único destinatario es el primer mandatario. Se trata de una pequeña totuma en la que lleva un polvillo verde derivado de la hoja coca (Mambe, elemento espiritual), y otro pequeño recipiente ocre de madera (Mambil, donde -dice- está la palabra y el poder), todo como un mensaje de la comunidad.
El cacique adornado con una corona (nuikurai) o penacho multicolor donde priman las plumas azules, y en su cuello un collar que usa aún sobre un atuendo occidental (jean, camisa de cuello y un saco de algodón), afirma que su presencia en Bogotá se da por mandato de las autoridades indígenas, quienes lo enviaron con el propósito de que Santos, tal como lo ha hecho con las comunidades de la Sierra Nevada y del Cauca, los acompañe en la actividad que tienen prevista para el próximo 12 de octubre Día de la Raza, y la cual vienen preparando desde hace dos años.
MÁS QUE DOLOR...
Más de cinco generaciones han pasado desde 1900, época en la que se vivieron las atrocidades por la explotación del caucho. Y es que hace más de un siglo, y por más de 30 años, se cometieron muchas atrocidades que de darse hoy serían reconocidas como claras violaciones al DIH. “El miedo sigue vigente y las heridas siguen abiertas, porque la verdad histórica sobre los hechos graves, aún no ha sido reconocida”, dice Fany.
Según cifras indígenas, durante esos oscuros días más de 100 mil aborígenes fueron asesinados, pero según estadísticas oficiales, se estaría hablando de por lo menos, 32 mil víctimas. “A muchos los dejaban morir de hambre, a otros los cazaban con perros, otros eran usados como tiro al blando, unos eran metidos en fosas donde eran quemados con querosene”, recuerda Marcelo mientas mira al horizonte por la ventana “no se escaparon los niños, ni los ancianos, mucho menos las mujeres”, añade.
“Queremos aprovechar esta fecha para traer a la memoria del país esos hechos para que todos reconozcan lo que pasó y que se tenga presente que algo similar no se puede volver a repetir”… lo interrumpe y añade “queremos tapar el canasto de la memoria de la muerte y de la esclavitud y abrir el canasto de la abundancia y de la vida”.
Recuerda a los nueve pueblos que viven en el Predio Putumayo como se conoce el terreno indígena de 6 millones de hectáreas donde se asientan cerca 8 mil indígenas, “de algunos de estas comunidades apenas hay cinco miembros”, agrega Clemencia.
MÁS QUE UNA HISTORIA
“Biayare, mi padre”, dice Marcelo … y precisa “Carlos Biayare”, como fue bautizado por una misión de capuchinos, fue uno de los pocos que se salvó de la masacre. “Él vivía muy tranquilo en los territorios de la Chorrera hasta que a la zona llego Julio César Arana, quien comenzó con la explotación del caucho. César envenenó a una persona y quedó como rey de la zona… y empezó a organizar las tribus y los caciques, y empezó a repartir los terrenos. Romualdo Ordóñez en el sur, Julio César Arana en todo Chorrera, Narciso por el oriente, Díaz por Menaje...”, recuerda el abuelo y dice que así se lo contó su padre mambeando.
A los indígenas de Julio César los llamaban muchachos, a ellos los armaron con carabinas. Otros aborígenes eran los que tenían que cumplir con la cuota del caucho, los que traían 10 kilos se salvaban quien no lo asesinaban. Los encargados de dar muerte eran los propios indígenas so pena de ser morir si se resistían. Quienes se revelaban eran metidos al cepo y ahí morían. “No dejaban trabajar, ni pescar. Los niños desde los 7 años tenían que trabajar. Así fueron muriendo los indígenas”, dicen el cacique.
“José Eustacio Rivera (el escritor de la Vorágine) estaba con mi papá. Ellos andaban juntos. Rivera iba anotando lo que pasaba, mi papá sólo miraba pues no sabía escribir y poco entendía el español. Y todos los maltratos los anotó y amenazó con contar todo lo que pasaba, y es que hasta la alimentación nos quitaron”, dice Marcelo.
Mi padre murió a los 96 años. Y hoy tanto tiempo después ya tenemos comuneros estudiados y al analizar que nada de lo que vivieron los antepasados estaba bien, consideraron necesario reclamar.
“Queremos que el presidente nos dé algunas palabritas por el centenario. Para La Chorrera van autoridades de Brasil, del Perú y de Inglaterra, estas últimas ya están en la zona. Todos ellos hicieron parte de lo que vivimos”, señala Marcelo y tras un corto silencio, mirando al suelo agrega:“pero como está enfermo… ahora no sé qué voy a hacer”.
“El presidente está buscando la paz… la paz está aquí. Está en los pueblos indígenas. Allá le voy hablar del poder… en Estados Unidos o en Suiza a donde va no está la paz, la paz está en nosotros los indígenas. Allá no tenemos armas para matar al otro o para cortar a otro”, manifiesta guardando la ilusión de contar con la presencia de Santos la próxima semana en la ceremonia. Este sería un nuevo encuentro entre Marcelo y altos dignatarios, pues recuerda que en el pasado se reunió con Misael Pastrana y con Álvaro Uribe, y aún hoy espera soluciones.
Se repite
Frente a la manera cómo viven hoy los pueblos indígenas Marcelo considera que las cosas no están bien. Critica el problema del alcoholismo el cual sumado a los inconvenientes causados por la ausencia del Estado y de un buen servicio de salud. Esto le permite afirmar que hoy se está presentando una segunda parte de la Casa Arana.
“Apenas estamos retoñando, y el trago va a matarnos poco a poco. ¿Dónde está el desarrollo de la humanidad?”, se pregunta y agrega “por eso queremos llevar a Santos allá donde lo que hacemos es bailar y cantar, queremos decirle que ese trago es de él, de los occidentales, lo mismo que muchas otras prácticas externas. Queremos que la medicina occidental esté allá, para no tener que sacar a nuestros comuneros a morir en la ciudad. Ellos deben morir y descansar en sus territorios”.
La Casa Arana pasó de ser un lugar de tortura y muerte a un sitio de estudio y cultura, pues fue el primer Bien de Interés Cultural de Colombia por solicitud de una población indígena.
Hoy las comunidades de la zona ven en este lugar una oportunidad de no dejar perder el recuerdo de sus abuelos esclavizados y pretenden que el lugar se convierta en un sitio de memoria y reunión, e incluso cabe la posibilidad de que se vuelva un hotel.
En algunos salones de la casa funciona el Colegio Indígena Casa del Conocimiento, allí hay algunos computadores y duermen varios de los niños que estudian como internos.
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