B. Eugenia Giraldo
LA PATRIA | PEREIRA
Bastó verla para que su corazón acelerara el ritmo. Después de 10 años, María se reencontró con su hija. El pasado 31 de enero en un pueblo del departamento de Risaralda, del que no quiere que digamos el nombre porque no quiere ser estigmatizada, asegura que volvió a nacer.
Obligada por su situación y confiada en que podría recuperarla dejó a la recién nacida, al amparo de una familia. Este hecho, dice, le rompió el corazón.
Hoy, cuando se implementa el acuerdo entre el Gobierno y las Farc, en las zonas veredales las guerrilleras no portan un fusil, sino un tetero y hay bebés recién nacidos en los campamentos, María hace un paréntesis y retrocede 17 años.
Su cuna fue una finca cafetera en sus primeros 15 años de vida. Relata que viene de una familia humilde y que sus padres “le dieron estudio solo hasta tercero de primaria”.
A su pesar abandonó la escuela para granear y cuidar cafetales y cambió el lápiz por un azadón.
Esas labores, que califica como muy lindas, se opacaron con la presencia de las Farc y el Eln. “A veces se quedaban en la casa. Uno entra en confianza y cree que son buenos. Me decían que allá había oportunidades, hasta me ofrecían ayuda para mi familia”.
Todo eso se tradujo en esperanza, lo mismo que las montañas que divisaba desde su casa. “Soñaba con saber qué había detrás, era como un mundo mejor”, relata.
Comienza la batalla
En agosto de 1999, no recuerda fecha, se fue con ellos -las Farc-. Esa no era vida, dice. “Se pierde la libertad, el derecho a opinar. Es un no a todo”.
Aunque en la guerrilla la idea de tener un hijo era impensable, se enamoró y quedó embarazada, ya tenía 18 años.
Ahí empezó su batalla. Por nada del mundo quería perder a su hijo. Con tres meses de gestación, el comandante le ordenó abortar. “Déjeme tener al bebé, pago la sanción que me ponga”, le suplicaba.
Esos días fueron duros. De esa primera orden se escapó. El grupo se trasladó a otro departamento y se perdió tres meses. “Aguantamos hambre y sed. Y cuando salimos, de una escuché ‘que había que hacerle el procedimiento’”. Para ella, era una sentencia.
Lo triste, dice, es que ya sentía al bebé. A la fuerza, le aplicaron medicamentos abortivos y aunque hubo hemorragias el pequeño se resistía a morir. Batallaba como su madre. Pero cuando la enfermera le habló de un legrado, María se negó con todas sus fuerzas. “Le dije al comandante: prefiero que me mate, si quiere, fusíleme de una vez”.
Ya tenía cuatro meses, entonces acudió donde el jefe de su comandante, quien reconoció que ya no podía abortar. Recorría el monte avanzó mientras cargaba con su embarazo, hasta que días antes del parto la enviaron para donde una familia, desconocida para ella. Allí tuvo a su hija y allí la tuvo que dejar.
“Solo permanecí un mes con ella. Quería buscar a mi familia y dejársela, pero no me ayudaron (Farc). Un día cualquiera fueron por mí. Fue como si me hubieran arrancado el alma. Desde ese día empecé a planear cómo huir”.
Quería recuperar a la niña, dejar las armas, estudiar y “ser alguien en la vida”.
Dos años después se escapó. Cargada de sueños e ilusionada fue por la niña, pero todo no salió como ella quería. Fue una mezcla de sentimientos. Alegría por verla y dolor porque la familia no se la entregó. “La señora me dijo: Si quiere viene y la ve todo lo que quiera. Eso se lo dijo porque sabía que no lo podía hacer”.
Comenta que los desertores, como ella, eran objetivo militar de la guerrilla.
Buscó apoyo
Su corazón tenía una armadura que la protegía para no desfallecer. No fue el único intento por recuperar a la niña. “Fui al ICBF, a la Comisaría del Pueblo, hasta al Gaula, allí una funcionaria me dijo: ‘lo que pasa es que cuando ustedes las guerrilleras tienen a sus hijos y los regalan, quieren venir a recuperarlos, pero eso no es así. Ese día me sentí lo peor y pensé que hasta razón tendría. Dejé a mi hija con extraños”.
María siguió batallando e incluso una vez fue con el Ejército y tampoco logró el cometido. “A la final esa familia es la que la ha criado y la quiere mucho, también hay que valorar eso”, reconoce.
Entonces apareció una luz, la Agencia Colombiana para la Reintegración, encargada de los desmovilizados. Allí la ayudaron.
Sábado de gloria
“Este 31 de enero sentía que el corazón se me iba a salir, así estaba el de ella”, relata.
Cuenta que hablaron como si se conocieran de toda la vida. “Ella sabe todo de mí y me dice que no me guarda rencor”.
Recuerda que cuando la abrazó fluyeron las lágrimas y el amor. “Ella me cambió la vida. La idea no es arrabatársela a la familia, eso es decisión de ella. Con mis dos hijos y mi libertad era muy feliz, pero con ella soy más”.
En la parte interior del antebrazo derecho María tiene tatuada una rosa. Al detallarla se observa que cubre otra figura. Se la hizo un tatuador cuando salió del grupo, quería cubrir un carnero que le grabó un compañero en la montaña. “Era como una marca. Cada vez que la veía sentía el horror por el que pasé. Esa huella sigue ahí, pero ya no es lo mismo”.
María se prepara para un nuevo encuentro con su niña. Esta vez llevará a sus dos hijos menores, quiere que se conozcan, al fin y al cabo tienen una misma madre. La que los ama y batalla por ellos, esta vez desde la legalidad.
Su corazón está calmado. No hay aspavientos, solo sueños por una vida mejor.
La frase
“Quiero que mi familia salga adelante y que cuando mis hijos crezcan entiendan lo que fue mi vida. No soy rica, aún así poseo la mejor riqueza, soy libre”.
No es fácil
María relata que en estos 10 años ha tenido muchas dificultades, porque las personas no están preparadas para aceptar a los desmovilizados. “Hasta para conseguir trabajo es duro. A veces siento miedo y tengo pesadillas”.
“Cuando me tratan mal pienso que no han vivido lo que yo padecí. No los tocó el conflicto, esa es la razón”.
Dato
La ACR calcula que 49% de los alzados en armas que se entregan tienen hijos, incluidos los de las Farc y de otros grupos armados clandestinos.
Reencuentro
Carlos Ariel Soto Rangel, coordinador ACR Eje Cafetero.
La ACR tiene convenios interinstitucionales para información, por ejemplo, con el ICBF para la entrega de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes desvinculados del conflicto armado.
Pero no existe uno para tratar el reencuentro familiar, porque los casos son pocos. A veces la recuperación no es tan traumática, es decir, la familia tiene claro que los debe entregar, el problema es cuando no lo hacen.
El acercamiento a sus hijos se hace con apoyo psicosocial, en este caso la familia no quería devolver a la niña y por eso se vuelve más un tema jurídico que misional.
No hay cifras porque son procesos personales y se quedan dentro de los grupos territoriales de la ACR. Por ejemplo, del caso de María no hay reporte oficial, porque lo que pidió fue un proceso reservado y muy humano.
María es una madre que nunca renunció, es una madre que da a luz, pese a todos los procesos abortivos a los que la obligó el grupo. Lo que vale es la restitución de los derechos de la menor, no se puede vulnerar el proceso ni de una familia ni la de otra, aunque la niña no aparece con los apellidos de María.
Hay que tener las cosas claras. Cuando María toca sola las puertas y trata de explicar a esa funcionaria que no renunció a su hija, sino que en la guerra este tipo de cosas suceden, lo que se ve es a un funcionario que desconoce un proceso de reintegración y lo que hace es estigmatizarla. Es un tema desaforado de género. En el conflicto armado está prohibido la familia, el amor, educarse y lo único que importa es el fusil y la persona que lo porta para hacer daño al mando contrario.
Lo que hace María es amparar a su hija con un derecho primordial: vivir tranquila, por eso la dejó con esa familia. María no es una mamá que abandona.
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