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A las 10:00 de la mañana del pasado miércoles la voz del comandante de Bomberos de Risaralda crujió en un mensaje de radio replicado a todas las estaciones de la zona. A partir de aquel instante la alarma de cada municipio debía empezar a sonar dos veces al día, como un recordatorio adicional para toda la gente: “que sientan nuestra presencia, que estamos pendientes de ellos y que en estos días deben tener mucho cuidado, que recuerden que una quema puede arrasar toda una finca”.
En la estación de La Virginia, el bombero Jesús Guillermo Villamil tomaba nota con el fervor de un creyente que había escuchado la voz divina. Los días a los que refería la voz del radio pertenecen a la temporada más seca de la que tengan memoria sus 10 años apagando incendios, así que ninguna recomendación sobraría, ni siquiera la estridencia que en un pueblo tranquilo resulta la alarma de los bomberos sonando a dos tiempos.
En el río Cauca, por ejemplo, el segundo afluente más importante de Colombia, Villamil ha visto tramos que se pueden atravesar caminando. “Quedan sitios muy hondos también, pero hay otros de los que da tristeza ver esas playas de arena en el río”.
Contaminado
El pasado 31 de diciembre, allí en La Virginia, el Cauca descendió al nivel más bajo del que se tenga registro en el Cuerpo de Bomberos: 14 centímetros. 10 centímetros más profunda, es una botella de agua.
La medida, sin embargo, se explica mejor en el tamaño de los apuros que ese descenso ha ido provocando a lo largo del río que cruza en dos este departamento de planicies bautizado en su honor: Valle del Cauca.
Al dejar el Valle, en La Virginia el río sigue viéndose bello con la corriente subiendo. Pero es una belleza que se sabe en decadencia porque lo que ahora alegra la vista solo es un pálido reflejo de lo que fue, mucho antes de que el departamento engordara de gente y el río terminara convirtiéndose en el desagüe favorito de los 19 municipios que atraviesa de sur a norte.
Solo entre Cali y Yumbo, el afluente es el vertedero de unas 600 empresas ubicadas entre los dos puntos. Y ahora es este Niño-fenómeno, empecinado durante los últimos meses en llevarse consigo el resto de vida que sobrevivía a la contaminación.
Aguamala
En los tres últimos días, dice el arenero John Jairo Arboleda, el río ha subido dos o tres cuartas, que su sabiduría traduce en unos 50 centímetros. Es por esa razón que el pasado miércoles, a la altura de Puente Nuevo, se repetía como si nada el paisaje de siempre, con hombres a la orilla escarbando el fondo para sacar arena. Pero por estos días nada es como parece, dice Arboleda, y desde hace un tiempo ya no solo basta con sumergirse y estirar la mano para cargar un balde, sino que ahora, para poder ir al fondo, los areneros se las arreglan con unos rudimentarios escalones que fabrican clavando topes de caucho sobre maderos de al menos cinco metros de largo.
Cinco o seis veces al año, contaba el arenero al empezar a profundizar en esos cambios, baja por el afluente una mancha maloliente, que en La Virginia conocen como “aguamala”, aunque nadie a ciencia cierta sepa bien qué es. La manera de explicar sus efectos, en todo caso, es muy simple para Didier Torres, lanchero y socio de Arboleda, que imitaba con su boca el desespero de un pez que no encontró oxígeno en el agua y salió a la orilla para tratar de morder el aire.
“Es algo que les quema las branquias”, cuenta él, casi convencido de que esa mancha indescifrable está compuesta por químicos vertidos por ingenios cañeros e industrias. Hasta hace ocho años, los cálculos hablaban de más de 500 toneladas de desechos cayendo cada día sobre el recorrido que a través de siete departamentos hace el Cauca, desde su nacimiento en La Laguna del Buey, en el Macizo Colombiano, hasta su desembocadura en el magdalena, arriba en Bolívar. Hoy día, según los cálculos, los desechos podrían ser el doble.
Sin vida
A la orilla del río, en un recodo de la corriente conocido como El remolino del Jaibaná, Jorge Rendón, de 67 años y pescador desde hace 50, contaba que una vez estuvo acampando en ese mismo lugar a la espera de los barbudos, bagres, cachamas, mojarras, tilapias y viringas, que antes se cogían con solo lanzar el anzuelo, y durante dos días lo único que vio bajar fue peces muertos. Algunos hasta de ocho libras, dijo, tratando de dibujar con los brazos estirados el tamaño de la mortandad. Poco más adelante, empujada por la corriente para ahorrar la gasolina, una lancha bajaba con el botín de la jornada exhibido en el techo, como una triste ratificación de lo que contaba el pescador: una poltrona amarilla. Esa, quizás, haya sido la mejor pesca del día cuando lo sequen al sol y puedan cambiarlo por cualquier peso.
En Cartago, detrás del aeropuerto y abriéndose camino entre un mar de cañaduzales, está el corregimiento Cauca. María Leonor Bedoya, de la Fundación Hydra, dice que ese es uno de los puntos más afectados por la contaminación en el norte de la región: al igual que en otros lugares incontables, incluso por los estimativos, el río es el desagüe del pueblo.
La orilla del Cauca, en el Cauca, es un puerto de la tristeza, un barrial extendido por casi un kilómetro.
Sobre el barro, huellas del agua evaporada que ahora solo son moldes ásperos del vacío. Y sobre eso, bolsas plásticas ondeando al viento sus hilachas porque el contenido ya estaba en el río; también dos calcetines de flores moradas, una camisa de overol caqui talla M, un plato desportillado, pañales desechables y un zapato negro izquierdo, con la suela derritiéndose bajo la canícula. Y en lo que parecía ser un embarcadero, un bote de madera pintado de rojo, lleno de unos caracoles diminutos y muertos alrededor de un enredo de hilos mojados, piedras y botellas plásticas que en otra vida debió funcionar como una trampa para peces. Lo único con vida era un enjambre de moscas revoloteando encima.
Finalizando esta semana, la lluvia, efectivamente, había cambiado el panorama del río también en el departamento del Cauca, donde queda su nacimiento, en cercanías del cielo y del volcán Puracé. Detrás de la represa de La Salvajina, en el municipio minero de Suárez, los bancos de arena que el lanchero Luis Carlos Ambuila llegó a ver a finales del pasado diciembre, hoy solo son recuerdo. Desde Santa Bárbara, un caserío olvidado que no aparece en los mapas, ahora otra vez salen botes que pueden llegar hasta La Bocana, que lleva el Cauca hasta la represa que surte de energía a buena parte del suroccidente colombiano; y entonces como antes, y como siempre, pueden verse de nuevo montañas sembradas de otros líos que lo recorren buena parte de sus orillas: plantaciones de coca y marihuana. Parte del proceso químico de la fabricación de la droga en laboratorios y cocinas camuflados en esas mismas lomas, termina escurriéndose hasta el río, que el pasado jueves seguía viéndose de su mismo color eterno: tristemente café, como si fuera llanto de las montañas.
Por Cali, grave
La capital del departamento es quizás una de sus peores estaciones. Allí el Cauca no solo debe lidiar con los vertimientos industriales, sino con la descarga de los seis ríos que cruzan la ciudad, al igual que de los cauces del Timba y el Palo, que lo atraviesan en el departamento del Cauca, antes de llegar a Cali.
Ese lastre tan pesado de sedimentación, es la explicación técnica que en la CVC dan para la turbiedad que lo llena siempre del mismo color revuelto y café, además, claro, de la carga contaminante que se le come el oxígeno. Sumado a todo, está el interminable lío de las construcciones que han ido creciendo sobre los 17 kilómetros del dique que protege a la ciudad de un desbordamiento del Cauca.
Hasta el año pasado, la Alcaldía había contado allí 54 negocios de toda índole funcionando día y noche: desde peluquerías, hasta marraneras. Para el comienzo del 2015, ese dique era el hogar de unas 40 mil personas.
William Ocampo, ingeniero químico, doctorado en Ciencias Ambientales y director de la facultad de Ingeniería de la Universidad Javeriana de Cali, dice que el problema del Cauca a su paso por Cali es muy grave porque los niveles de microcontaminantes se desconocen.
“Hay estudios preliminares, pero no rigurosos. Además, no hay un sistema de control que permita hacer monitoreo rutinario. Asimismo, estos microcontaminantes se deben medir en el agua, en los sedimentos y en los peces para saber si pueden afectar a los humanos. Desconocemos la presencia de mercurio en peces del Cauca. Existen personas que los consumen y sabemos que hay emisiones de mercurio provenientes de la minería ilegal. Por tanto, se trata de un problema de salud pública”.
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