COLPRENSA LA PATRIA
Por Alfredo Molano (*)
La fila para entrar al avión es el prólogo del viaje: chancletas y viseras, bermudas y sombreros de paja –con flecos–, gafas de marca y colas postizas, abuelos con nietas que van a conocer el mar al mismo tiempo y tías con sobrinas en edad de merecer. La exaltación y el bullicio en la cabina se van debilitando en la medida en que el milagroso aparato toma altura. Y desaparecen cuando una voz, que no se sabe de dónde sale ni qué significa, dice: “10.000 pies”. El resto, silencio, hasta el algo, como llama la mayoría de los pasajeros lo que la línea llama refrigerio. A la hora y media de vuelo se ve el azul marino de la isla, un agua cristalina que provoca beber, aun sabiendo que es salada. Aplausos.
El aparato aterriza, nuevos aplausos. Luego, la aduana. Papeles. No vale solo la cédula. Hay que agregar una especie de juramento de que uno no se va a quedar a vivir en San Andrés ni en Providencia ni en Santa Catalina. Idiomas oficiales: inglés y castellano aunque todos los funcionarios, menos los policías, hablan creol, o kriol, un derivado del inglés antiguo que hablaban marineros y piratas y que hoy identifica a los raizales, los únicos que en el archipiélago vivieron la isla en la intimidad creada por la luz titilante del kerosene.
UNO
Nadie sabe hoy cuando llegó la luz eléctrica. La memoria más antigua es de un médico raizal que estudió en Cartagena en los años 1930. Cuenta que conoció los bombillos cuando, después de tres días en goleta, desembarcó en el puerto de Basurto. Creyó que podían estallar y duró varios meses sin acercarse a ellos. Las goletas llevaban cocos de San Andrés y naranjas de Providencia, frutas que habían sustituido los cultivos tradicionales de algodón y tabaco cosechados con esclavos por hacendados ingleses o por nativos enriquecidos.
La tierra carecía de títulos de propiedad; se heredaba y se respetaban los linderos. No todos cultivaban productos comerciales; la gran mayoría eran estancias de pancoger. La pesca era abundante y se pescaba alrededor de la cortina de coral. Algunos pescadores, los más avezados, salían hasta los cayos a conseguir la tortuga de carey, de la cual aprovechaban solo el caparazón. No había pesca comercial, entre otras razones porque los negros esclavos temían salir mar afuera por el peligro de ser cazados por los comerciantes esclavistas, y revendidos en Cartagena.
Los cultivos de naranja y coco se acabaron unos días antes de llegar las primeras plantas eléctricas, a raíz de una enfermedad llamada cochinilla, aunque algunos dicen que fue una invasión de ratas provenientes de un naufragio. Eran motores a gasolina pertenecientes a familias de linaje: los Newman, los Gallardo y los Archbold. Cuando el estudiante de medicina regresó con el título bajo el brazo, se encendían los bombillos entre las 6:30 y las 9 de la noche. Los raizales de La Loma y de San Luis venían a oír arrancar el motor y a ver el milagro de una luz que derrotaba la tiniebla. Los pastores puritanos, bautistas o presbiterianos usaban el acontecimiento como metáfora para predicar el Génesis. “Y Dios dijo: hágase la luz y la luz se hizo”.
Después volvía la isla a las planchas de hierro, un artefacto pesadísimo que se calentaba sobre una hornilla, o sobre la parrilla de la estufa, y que se debía usar sobre las prendas muy rápidamente porque perdía el calor. Después se usaron otras planchas calentadas con carbón vegetal, pero botaban por sus chimeneas un carboncillo que manchaba los tendidos y la ropa, sobre toda la blanca, la preferida para ir al templo o para las ceremonias. Más tarde, llegaron las Coleman, unas planchas que, como sus hermanas las lámparas, emitían un sonido de aire comprimido al liberarse, un sonido cálido, amable, que no dejaba de inquietar a los viejos porque era necesario limpiar los carburadores con frecuencia para evitar accidentes.
La reina de la luz era, no obstante, el quinqué a kerosene. Daba una luz tímida e insegura; se usaba no solo para alumbrar los interiores de las casas sino para salir a la calle; para ir a visitar a los vecinos, para ir a la iglesia, para asistir a una velación, a un cumpleaños. Se mantenían encendidas en algún rincón de las habitaciones, toda la noche titilantes y soltando su humo por el tubo de cristal abombado en la base que protegía la llamita de los vientos.
Velas de cebo no se usaban, no tanto porque en la isla pocas vacas había –la carne se importaba de Cartagena en forma de tasajo–, sino por el miedo a un incendio como el que consumió Colón en 1915. Todas las casas eran construidas con maderas de pino traídas de los bosques de Honduras. En el Parque Bolívar había seis faroles que un empleado de la intendencia encendía a las 6 de la tarde. Se apagaban solos porque les echaba la cantidad exacta para que a media noche se hubiera consumido todo el combustible.
Las neveras eran también a kerosene y eran pocas, pero solo servían para mantener el agua fresca y para hacer hielo. Ningún alimento se guardaba en ellas. La gente desconfiaba de las cosas frías, y más de las congeladas. No estaba acostumbrada a consumirlas, no solo porque la tierra les daba lo necesario –yuca, plátano, coco, papa china, gallinas, huevos, pescado y chanchos– sino porque lo demás lo traían enlatado de Colón. Uno de los enlatados favoritos era de pigtail –colita de cerdo–, un ingrediente indispensable para preparar el rondón, plato tradicional de la isla, preparado con pescado y leche de coco. El comercio con Colón era muy fuerte. Muchos isleños conocieron allí la energía eléctrica. También en Baltimore, a donde llevaban el coco. O en Bluefields, Nicaragua, donde tenían muchos parientes. O en Jamaica, donde hacían negocios. Quizá también algunas goletas amarraban en Cuba, pero la relación con la isla mayor del Caribe no era muy frecuente por ser la perla de la Corona española, y la relación con la madre patria de los colombianos no era la de ellos.
El alumbrado público eléctrico llegó con la Segunda Guerra Mundial. También los faros. A la isla arribó un buen día, sin ton ni son, un alemán extraño. No por su nacionalidad. A los isleños esa condición los tenía sin cuidado porque en el archipiélago aparecían forasteros de todo el mundo: pastores norteamericanos, sacerdotes austríacos, monjes catalanes, comerciantes holandeses, negociantes judíos, marinos franceses. Había una colonia china porque para la construcción del canal en Panamá los gringos habían llevado muchos coolies que terminaron viviendo en San Andrés. Pero el alemán era raro. Abrió una tienda donde podían entrar blancos y negros sin ser mal vistos –no como sucedía en Colón y en el mismo San Andrés–. Su tienda se llamaba El Comisariato. Compró también una finca en Providencia y una casa en La Loma. Tenía un barco a vapor en el que viajaba por las Antillas occidentales transportando mercancías y pasajeros. Todo raro pero no sospechoso. Hasta que un avión militar norteamericano lo hundió de un bombazo cuando alimentaba de combustible en alta mar un submarino alemán. Al hombre se lo llevaron preso y murió en el campo de concentración para alemanes que hubo en Fusagasugá. Años después su hija se suicidó en Nueva York.
Los aviones norteamericanos siguieron frecuentando esos mares, los marines instalaron faros en la islas y el Gobierno colombiano aportó un motor eléctrico para encender, de 6 a 10 de la noche, los ocho bombillos del alumbrado público en la Avenida 20 de Julio que, por lo demás, muy pocos nativos sabían por qué se llamaba así. No fue la única presencia del Estado colombiano en el archipiélago.
Desde 1912, cuando el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina fue erigido como intendencia, se fomentó la migración de continentales y se llevaron curas capuchinos a enseñar castellano y buenas costumbres. Solo existía una oficina desvencijada donde vivía un funcionario que salía a mirar cuándo las goletas echaban ancla, para cobrar los impuestos de importación sobre las mercancías desembarcadas. Con el alumbrado público, Colombia mostró en la región una cara hasta entonces desconocida del país: su alianza militar con Estados Unidos para derrotar al Eje. Desde esa época el Departamento de Estado consideró suyo el cayo de Serranilla.
La Violencia de los años 1950 habría pasado inadvertida de no ser por un intendente conservador que se dedicó en cuerpo y alma, catalejo a mano, a buscar liberales por todos los rincones. Los nativos nunca habían oído ese término y hasta podrían haber pensado que el funcionario buscaba langostas. Tan lejos ha estado San Andrés de las realidades del país continental. Quizás en aquellos tiempos, y por la misma razón, el alumbrado se prolongó hasta la media noche.
DOS
El general Rojas Pinilla dio un golpe de Estado concertado con todos los sectores políticos, excepto el ala más reaccionaria del Partido Conservador, expulsada del poder. Cinco meses después del golpe, en noviembre de 1953, Rojas Pinilla acuatizó en aguas de San Andrés y, en vestido de baño, desde el cayo Johny Key –símbolo turístico de las islas–, lo declaró puerto libre. En realidad lo era formalmente desde cuando Tomás Cipriano de Mosquera, en 1848, lo había declarado “puerto franco”.
La iniciativa de Rojas tuvo que ver con su apelación a sentimientos patrios que le servirían de argumento para que la Asamblea Nacional Constituyente lo eligiera presidente de la República, lo que en efecto sucedió el 7 de agosto de 1954. Ese día inauguró no solo la banda sobre su pecho sino también la televisión, con un discurso desde el palacio presidencial. La era de la televisión y la declaratoria de puerto libre tuvieron desde ese entonces una íntima relación: hasta los años 1990 la gran mayoría de receptores de televisión entraron por San Andrés.
El puerto libre tuvo también una razón local: todas las mercancías que por aquel entonces llegaban de Colón, de Nicaragua, de Jamaica tenían que pagar impuestos. Era un comercio intenso, a pesar de la depresión económica y demográfica que vivían las islas a raíz de la crisis del coco, a mediados de 1932, que redujo drásticamente la población isleña. Los comerciantes presionaban la eliminación de estos tributos para favorecer a los nativos, para cuya supervivencia los alimentos importados eran básicos.
La declaración de puerto libre fue en realidad una orden colombiana de invasión y de colonización. Al día siguiente, llegaron a instalar sus casas comerciales numerosas familias árabes y no pocos mercachifles paisas. Colombia entraba a la era del “confort”, pero Rojas Pinilla, al mismo tiempo, restringía las importaciones. Total, las clases acomodadas vieron en San Andrés el mercado para comprar electrodomésticos, y sobre todo televisores, símbolo de la modernidad y el progreso.
Según el DANE, el poblamiento tuvo el siguiente ritmo: en 1952 había en San Andrés 5675 habitantes; en 1964 se censaron 16.731 habitantes, que en 1973 eran ya 22.989. Pero para la población raizal, la máxima romana “Gobernar es poblar” fue sinónimo de sumisión a un Estado invasor y, de hecho, de exclusión. En efecto, el control político y económico fue ejercido por continentales de manera radical y se complementó con medidas represivas. A fines de los años 1960 fueron recogidas 10.000 firmas respaldando un manifiesto presentado ante la Oficina de Refugiados de la ONU, que denunciaba el caso como un hecho de colonialismo colombiano. En 1970, un alto comisionado estuvo en San Andrés, pero Colombia impidió que su informe fuera presentado en la Asamblea General.
El acelerado poblamiento invasivo, sobre todo de la isla de San Andrés, implicó una frenética actividad constructora de habitaciones, almacenes y hoteles. Las bellas casas tradicionales hechas en madera, y relativamente separadas unas de otras, dieron lugar a construcciones en cemento y hierro, pegadas unas de otras, modelo que los nativos desconocían y rechazaban. Las ferreterías reemplazaron los antiguos comercios de víveres y telas. Los comerciantes compraron locales en el centro para construir en cemento el primer piso y usar la madera para añadir uno segundo. Numerosos maestros de obra y obreros de construcción se instalaron en lo que era la cabecera municipal, cuyo eje era la famosa Avenida 20 de Julio. Se habilitaron también residencias y hospedajes al estilo cartagenero de la época: habitaciones oscuras y sin aire, desvencijadas y ruidosas. También se comenzaron a construir hoteles de turismo cerca de la playa.
La luz eléctrica acechaba; la civilización estaba ansiosa de entrar a tomar plena posesión de las islas y de sus grandes ventajas comerciales. Las zonas más tradicionales de la isla, la Loma y San Luis, resistieron la invasión y trataron de conservar su débil economía, sus tierras y el estilo arquitectónico. Providencia y Santa Catalina, que tienen un origen geológico e histórico distinto al de la isla de San Andrés, se mantuvieron a salvo de la gran ola –verdadero tifón– de los avances.
La exención de impuestos fue una solicitud de los isleños porque consideraban injusto que las mercancías que entraban al archipiélago fueran gravadas, sobre todo después de la gran crisis del coco en 1932. Rojas se apoyó en esta demanda para imponer el puerto libre, por el que entraron miles de continentales y miles de toneladas de cemento y de hierro, además de los consabidos electrodomésticos. El hecho disparó el precio de la tierra sobre todo en el centro, en North End, y poco a poco introdujo una concepción distinta de la propiedad territorial. La tierra, por tradición, no era considerada un bien económico sino un patrimonio. La gente heredaba una parcela familiar que constituía un soporte alimenticio y la base territorial de la relación. Los pocos cultivos –yuca, plátano, papa china– se complementaban con la pesca y la caza de tortugas y cangrejos y la crianza de gallinas y chanchos.
Con el veloz aumento de la construcción, para los recién llegados la tierra adquirió carácter económico y por tanto, las parcelas terminaron siendo bienes inmobiliarios, mercancías negociables, susceptibles de ser acaparadas. La tierra se transformó así en objeto de especulación y los grandes comerciantes obtenían pingües ganancias con su posesión. Hay que agregar que los isleños desconocían en general la titulación como práctica económica, porque la gente no solo se conocía entre sí, sino que reconocía la posesión territorial de cada familia. Con la llegada del cemento, aparecieron también la función de la notaría y la del notario. El cambio indujo así mismo otro muy importante, la erección de las islas como Intendencia Especial San Andrés, Providencia y Santa Catalina, por la Ley 1.ª de 1972, que terminó siendo manejada por el Departamento Administrativo de Intendencias y Comisarías (Dainco), creado poco después. Un paso más hacia la colombianización.
El desarrollo del comercio demandó sin contemplación energía eléctrica y a fines de los años 1950 se contrataron, con la Electrificadora del Atlántico, los estudios para remediar la oscuridad de la isla de San Andrés. En 1963 fueron compradas tres máquinas Blackstone de 451 kilovatios cada una e instaladas en la bahía Hooker, y se levantó la red eléctrica hasta Sarie Bay, con lo que se dio luz al North End y a unos pocos sectores de San Luis y de La Loma. El comercio crecía; Colombia entera se apasionó por la televisión, la licuadora, la sanduchera, el ventilador, y San Andrés se convirtió en el paraíso de la compra de electrodomésticos. Se construyó un terminal aéreo y se adecuó la pista para aviones grandes. La afluencia de compradores, albañiles, mercachifles, aumentó la demanda de electricidad y obligó a un replanteamiento tanto administrativo como técnico. Se elevaron numerosos edificios, entre ellos los hoteles Morgan, El Dorado y, un poco después, El Isleño, financiado por la Corporación Nacional de Turismo. Se creó la Empresa Intendencial de Servicios Públicos (Empublis) y se adquirieron dos nuevas máquinas de 1500 kilovatios cada una, marca Sulzer, patente suiza, para la generación eléctrica.
El consumo aumentaba en la medida en que la oferta crecía y la contradicción hizo saltar los tacos. Los cables se recalentaban y los transformadores, los pocos que había, se fundían. La empresa tuvo que comprar un camión y contratar varios obreros para las horas pico, que no eran solo cuando se encendían bombillos y estufas sino cuando el calor pasaba de 35 grados, algo muy frecuente. Las redes estallaban porque los hoteles y los grandes almacenes de electrodomésticos se conectaban directamente con las redes, sin transformador. Los hoteleros y comerciantes consideraban que la empresa de energía debía prestar el servicio porque ellos traían el desarrollo a la isla. Fue un forcejeo largo que terminó perdiendo la electrificadora, que se vio obligada a pagar la compra y la instalación de los aparatos para consumidores de más de 30 kilovatios. Poco a poco, en el centro, se tejió una gran red de cables eléctricos, maraña de progreso que alegraba bolsillos y fragmentaba cada vez más la población entre nativos raizales y continentales o pañas.
La capacidad de producción de electricidad fue superada y anulada por la demanda. No solo llegaban continentales a instalarse en la isla, construir o comprar vivienda, abrir negocio o negocios, sino turistas que exigían a su vez luz y agua. Más aún, se cuenta que no fue excepcional el caso de políticos profesionales que facilitaban la inmigración a la isla para favorecerse electoralmente.
Una de las más brillantes ideas fue la que tuvo don Gabriel Uribe Misas, patriarca antioqueño de reconocidas virtudes financieras: contrató con la Corporación de Intendencias y Comisarías, adscrita a Dainco, la compra de un barco para generar la energía que necesitaban los aires acondicionados y la iluminación nocturna de almacenes y hoteles. El barco navegó desde Panamá y llegó a San Andrés con la promesa histórica de sacar definitivamente a los isleños del claroscuro en que los tenía sumidos la administración local. El buque llegó y cuando fue avistado desde las playas, se echaron voladores al aire. Un trío traído expresamente desde Titiribí tocó Antioqueñita, del maestro Pelón Santamarta, entre la sorpresa de los nativos y los aplausos de los pañas. Por fin el problema eléctrico parecía resuelto.
El buque se acercaba a la costa majestuosamente hasta que de golpe se detuvo. Se detuvo como fulminado por un rayo. Don Gabriel Uribe Misas había olvidado realizar los estudios de profundidad y corrientes de la bahía donde el buque debía fondear. El canal no solo era estrecho sino también pando, y el navío, lleno de promesas, se quedó a batir olas en el punto y hora donde los habitantes lo vieron detenerse. Nunca nadie supo si los generadores de energía servían o no. Más aún, muchos dudaron de su existencia.
Singular papel en este oscuro laberinto cumplieron Arturo Infante y Miguel Rivera, quienes conocieron la situación de la energía eléctrica de San Andrés poco tiempo después de haber sido declaradas las islas puerto libre. Viajaron en un avión de Satena y estudiaron la situación, que, como queda dicho, era muy precaria en materia de electricidad. Habían visitado varias regiones recogiendo informaciones sobre la prestación del servicio. Fonade estaba recién creado y no tenía aún experiencia en contratación de este tipo de obras. El estudio de diferentes regiones permitió formular criterios para abrir licitaciones, desarrollar consultorías y otorgar proyectos.
Las grandes deficiencias de San Andrés y Providencia frente al reto de atender las demandas de hotelería y del comercio creadas por el puerto libre condujeron finalmente a la creación de un sistema de financiación de proyectos de desarrollo, durante la administración Lleras Restrepo. Una de las primeras experiencias fue registrada como Documento DNP- 43 4-UINF de enero 15 de 1970 y constituyó el primer programa de expansión y análisis financiero del sistema eléctrico de San Andrés.
El sistema de San Andrés contaba a fines de la década de 1960 con una capacidad instalada de 4.350 kW consistentes en tres plantas diésel de 450 kW y dos plantas diésel de 1.500 kW. No obstante, la red de distribución era desproporcionada, lo que recalentaba los circuitos y obligaba a cortes intempestivos. Para satisfacer la demanda acumulada y la expansión determinada por el crecimiento de la economía de San Andrés, se consideró la conveniencia de instalar dos nuevas plantas diésel con capacidad de 3 MW cada una en los años de 1973 y 1978. El programa constituyó uno de los primeros ensayos de planeación técnica para el desarrollo.
Fue la misma época en que Gonzalo Arango, Pontífice del Nadaísmo que –según Eduardo Escobar– había hecho una isla en su interior y luego, persiguiendo la misma alucinación, otra en su apartamento de La Macarena, decidió, decepcionado, optar por una isla real, la isla de San Andrés, donde, según él –y también ella–, lo esperaba Angelita, una inglesa que tocaba guitarra y lloraba los atardeceres. Se enamoraron. Gonzalo mandó a la mierda a sus discípulos y seguidores. Engatusó a Simón González, el hijo de su amado maestro, el filósofo de Otraparte, que se inventó el mar de los siete colores y terminó siendo intendente de San Andrés y Providencia y saludando todas las mañanas a la barracuda. La imagen que ellos lograron crear de las islas atrajo un nuevo tipo de turismo que gozó los últimos días del Old San Andrés. Digo también que la leyenda creada por ellos en esa época fue el primer ataque en el país contra la criminalización de la marihuana, una yerba que usaban los marineros de las Antillas desde siempre, llamada changran-tambor quieto.
TRES
A mediados de los años 1970 era para todos evidente que las islas estaban todavía a media luz y que las plantas no daban abasto. Se creó entonces la Electrificadora de San Andrés y Providencia S. A., filial del Instituto Colombiano de Energía Eléctrica (icel), y se iniciaron estudios técnicos y financieros para aumentar la capacidad instalada. El Ministerio de Hacienda aprobó una operación de crédito por trece millones de marcos con la Kredittanstalt Für Wiederafbau (kfw), y de dos millones de dólares con The State Street Bank & Trust Co. de Boston. Se instalaron dos unidades de producción eléctrica Sulzer 10 taf 48 que generaban cada una 3200 kilovatios. Sumados a lo que ya se producía daban unos 10.000 kilovatios. En 1982 se instalaron otras dos Sulzer con las que se llegó a generar 19.000 kilovatios y se sacaron de uso las plantas Blackstone.
La ampliación favoreció la tendida de redes hacia el sur de la isla. Hubo allí una cierta resistencia a la luz eléctrica; se decía que las gallinas no volverían a poner, que los mangos no volverían a cargar y que los hombres dejarían de cumplir con sus deberes. De todas maneras, los postes fueron llegando con su carga de cables y de cuentas por pagar. La gran mayoría de la energía se gastaba en el aire acondicionado de los establecimientos comerciales.
En 1988, por un descuido de los operadores que hacían el mantenimiento, se incendió el cuarto de turbinas. El fluido se debió suspender durante seis meses y la isla volvió a ser invadida por las plantas eléctricas a gasolina. El ruido en las calles del centro era insoportable y los gases tóxicos, asfixiantes. Un año después, el Ministerio de Minas instaló en la bahía dos plantas EMD de 2.500 kilovatios cada una.
En esos días viajé por primera vez a San Andrés apelando al plan 25 de la Sociedad Aeronáutica de Medellín (SAM), que era muy publicitado en los medios. Con una cuota de 25 pesos y 25 mensualidades del mismo tamaño se tenía derecho a todo: pasajes, alojamiento, alimentación, tours, médico y, si se requería, un préstamo por 50.000 pesos. Confieso que aunque no fui a comprar nada, regresé lleno de paquetes, como todos los turistas, con la única diferencia de que yo no llevaba una caja con un televisor de 25 pulgadas, un equipo de sonido y, estrenando, unas zapatillas de marca.
En el centro no había solo electrodomésticos. Había cuanta mercancía uno necesitara o codiciara; una vitrina sobre el mundo del consumismo, un hueco por donde mirar hacia afuera o hacia el futuro. Las clases medias, todavía sin el auxilio que les prestó el narcotráfico, se desbordaban en compras. Los estratos altos seguían viajando a divertirse y a comprar en Miami, pero los estratos medios encontraron en San Andrés su paraíso. Los televisores se importaban de Japón y de la Unión Soviética –más baratos y toscos que los asiáticos–; en las tiendas se vendían todos los licores del mundo, desde nuestro rústico aguardiente hasta el alambicado Armagnac; paños ingleses y sedas paquistaníes; perfumes franceses y enlatados gallegos. El rondón terminó siendo arrinconado por la bandeja paisa.
Un hecho extraordinario sacudió la isla: se incendió –o mejor, incendiaron– la notaría donde se conservaban los títulos de propiedad sobre predios, tanto urbanos como rurales. El desorden fue general. Se instauraron numerosas reclamaciones de propiedad sobre tierras que nunca habían sido tituladas; muchos raizales perdieron sus solares en manos de continentales que con argucias judiciales se los hicieron adjudicar. El Gobierno trató de impedir los desafueros solicitando los polígonos originales, pero la gente raizal no los tenía, ni los usaba ni siquiera comprendía la figura, por tanto, terminó aceptando cualquier negociación. El trágico hecho facilitó las ventas de tierra. Muchos raizales, contagiados por el espíritu del consumo, vieron en la venta de sus predios una solución para satisfacer las necesidades que el comercio creaba. La inmensa mayoría de los negocios eran propiedad de continentales y los raizales debieron contentarse con empleos menores en almacenes o en hoteles. La venta de sus parcelas con la idea de comprar un taxi, un bote para vivir del turismo, fue la palanca con la que han perdido su territorio.
A fines de los años 1980 la empresa de energía regresó a la patente Blackstone e instaló dos nuevas unidades de 9.600 kilovatios cada una. Eran las máquinas más grandes producidas en ese entonces por la fábrica, pero presentaron frecuentes fallas técnicas que ambientaron la reformulación de la política energética nacional. La privatización de la empresa de energía comenzó a dibujarse como alternativa viable y pronta. Dos argumentos se esgrimieron. El primero y más fuerte fueron las constantes sospechas de corrupción. Las cuentas no daban. Los gastos se inflaban y los pagos que los usuarios del servicio hacían se enredaban en mil vericuetos. La gente de la isla era consciente de que se pagaban precios exagerados por ayudas técnicas que no se reflejaban en la calidad del servicio. Las facturas de algunos hoteles y muchos negocios desaparecían, las cifras eran adulteradas, las sanciones nunca se imponían. Pero nadie decía nada porque la cobertura política de las irregularidades era una manta muy gruesa. El segundo hecho era más evidente y la irritación que causaba a muchos, manifiesta.
Algunos grandes almacenes del centro mantenían las puertas de sus negocios de par en par, mientras dentro de los locales el aire acondicionado se usaba a muy bajas temperaturas con el fin de que la ola fresca fuera sentida por los peatones y los atrajera a entrar. Un recurso de publicidad original y efectivo, sin duda, pero dado que esa energía era subsidiada, muchos usuarios vieron en él irritantes señales de corrupción.
Entre mayo de 1992 y febrero de 1993 tuvo lugar “el apagón”. El país vivió a media luz, por causa de los caprichos de El Niño, dijo el Gobierno para ocultar los torpes manejos y los grandes desfalcos. La opinión pública reaccionó indignada y el presidente Gaviria aprovechó la circunstancia para anunciar la privatización progresiva del sistema eléctrico dentro del marco general de la apertura económica. En las islas, Corelca firmó con la Sociedad Productora de Energía de San Andrés y Providencia (Sopesa S.A. E.S.P.), la compra de energía durante los siguientes quince años, y al mismo tiempo aumentó la generación hasta alcanzar un poco más de 50.000 kilovatios.
La privatización de la energía eléctrica disolvió las sospechas de unos y acabó con las incriminaciones de malos manejos de otros. Pero la solución no llegó sola. Hacía parte de un paquete de medidas que se conoció en el país como la “apertura económica”, y en el mundo como el Consenso de Washington, que contempló, entre otras muchas, dos medidas: fin a los subsidios y la venta de servicios públicos, y monopolios estatales. Aunque en San Andrés y Providencia los subsidios a los estratos bajos se conservaron, también se favorecieron las millonarias facturas de hoteles y de grandes tiendas. Total, fueron los negocios medianos los que pagaron el costo de la nueva política.
Al mismo tiempo, la apertura de la economía al mundo, a la feroz competencia, debilitó los fueros que conservaba el puerto libre, que había pasado por varias etapas. La inicial fue la fiebre de los electrodomésticos, que obligó al Gobierno a controlar por medio del “cupo” la cantidad de mercancías que podía entrar al continente un pasajero proveniente de las islas. El cupo era negociable y mucha gente, financiada por un comerciante, viajaba a traer televisores y aparatos de sonido.
En Bogotá inicialmente, pero después en casi todas las ciudades del país, aparecieron centros comerciales llamados Sanandresitos, que en el fondo eran lugares donde se vendían mercancías de contrabando, vinieran de San Andrés o de Maicao. En realidad, fue una forma de abrirle paso a la apertura. Después, y bajo el mismo esquema, la ropa de marca, pero sobre todo los zapatos deportivos, se volvieron la imagen publicitaria de las islas. Ropa de marca para los nuevos ejecutivos de las empresas nacionales que eran absorbidas por las multinacionales. Por fin, hoy, han aparecido, como los hongos en invierno, perfumerías tan grandes que el comprador por unos momentos cree estar en la Quinta Avenida de Nueva York, en la Bond Street de Londres o la Gran Vía en Madrid.
La liberación de la economía nacional ha reducido su importancia como puerto libre de mercancías lícitas y ha fortalecido la hotelería, en particular la vinculada a las grandes cadenas internacionales del “todo incluido”, incluso el “acompañamiento”, en algunas. Sin embargo, las alianzas de esas cadenas con empresas aéreas no logran tarifas tan bajas como las que ofrecen los hoteles de Panamá, Islas Caimán y Martinica, favorecidas ante todo por los volúmenes de inversión, es decir, por lo que llaman economías de escala. Se quejan los hoteleros de las islas de los altos costos de la energía eléctrica. En Estados Unidos el kilovatio/hora cuesta 6 centavos de dólar; en Europa, 7; en México, 8; en Colombia, 11, y en San Andrés y Providencia, 18. Una de las razones es que los 30.000 galones diarios de ACPM que se consumen para la producción de energía eléctrica en las islas tienen un costo más alto que el combustible en otros países productores.
Ahora bien, en la medida en que se ha liberalizado la economía nacional, el narcotráfico ha ido ganando terreno en el archipiélago, por su ubicación estratégica en el Caribe occidental, que lo convierte en un puente entre Colombia, productora de cocaína, y Estados Unidos, el gran consumidor de drogas declaradas ilícitas. A este factor hay que agregar la destreza histórica de los sanandresanos para manejar el mar, la corrupción de las autoridades y la exclusión económica de los nativos. Lo cierto es que en las cárceles de Estados Unidos hay un número creciente de muchachos presos por narcotráfico. El contrabando hoy hace parte del lavado de dólares sin que los bajos precios de las mercancías legales afecten el negocio, pues se trata de limpiar el origen del dinero.
Desde octubre de 2012 entró en vigencia la reducción progresiva y selectiva del subsidio al consumo de energía. Se mantuvo el tope de 800 kilovatios para los estratos 1, 2 y 3, pero a partir de esa fecha todo consumo superior pierde la ayuda. Como suele suceder, de esa medida quedaron exentos los sectores hoteleros y comerciales.
En San Andrés las pérdidas negras, es decir, el robo de energía, sumadas al deterioro de las redes, han sido siempre un bolsillo roto. En Bogotá este factor es del 8% y en San Andrés es del 24%, tres veces mayor. No obstante, existe otro hecho que contrasta con este punto: en San Andrés toda la energía producida se cobra, consúmase o no, lo que hace de este servicio uno de los más caros del país. De todas maneras, la empresa va a cambiar los medidores, las líneas eléctricas, y a instalar el sistema de telemedida, que permitirá conectar o reconectar a distancia el servicio. Observadores muy bien informados creen que la supresión de los subsidios a la electricidad en las islas podría ser el fulminante de la bomba creada tanto por la apertura económica como por el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, dos medidas que en el fondo tienen un sabor idéntico para muchos isleños: la pérdida de soberanía.
Con la apertura, las islas quedaron al garete de la libertad de comercio que antes las favorecía. Y con la pérdida de los 70.000 kilómetros de mar, la soberanía de Colombia sobre la región marítima es meramente cartográfica. Ahora se anuncia que el Gobierno instalará un sistema de seguridad para las islas consistente en la adquisición de modernas naves patrulleras artilladas y en la instalación de un conjunto de radares de alta sensibilidad para vigilar la inaplicabilidad del fallo de la Corte.
La última noche que pasé en San Andrés, después de haber hecho pesquisas, tomado notas, grabado entrevistas, conversado con comerciantes y políticos locales, me acosté temprano. En mi habitación el ruido del reggaeton y del vallenato ranchero que salía de discotecas y bares me impedía descansar. La conclusión que había sacado sobre la historia de la electrificación de San Andrés se escondía en la frase de un raizal: “los bombillos se comieron las estrellas”.
La luz eléctrica, tras la esquiva y equívoca ilusión del progreso, acabó con el goce de la luna llena –the green moon–, época en que los vecinos se reunían en los solares interiores de las casas a conversar, bailar y tomar vino de flor de Jamaica. El alumbrado público trasladó la fiesta a la calle y perdió así la intimidad del patio. Las imágenes me daban vueltas en la cabeza y mi escepticismo sobre la importancia del progreso –inevitable, sí– ganaba terreno. La célebre frase de Goethe del epígrafe, emblema de la Ilustración, me pareció un mito más.
Sin embargo, no me había dado cuenta de que el aire acondicionado estaba encendido hasta que a la una de la mañana se fue la luz y se apagó el aire. El calor aumentaba al ritmo de la velocidad con que se turnaban las imágenes y las conversaciones que había recogido sobre el tema. Mi escepticismo comenzó a ceder en la medida en que la temperatura aumentaba. Yo, que me había declarado enemigo del aire acondicionado por haber derrotado la brisa, me sentía ahogar en las sábanas, ya húmedas después de dos horas de suspensión del fluido. Más grave, no podía leer, mientras el ruido ya infernal de las discotecas crecía. Los establecimientos nocturnos, acostumbrados a los cortes intempestivos, tienen, desde hace como noventa años, plantas de energía. Y las encienden cuando la luz se va. Pero yo estaba en una pensión, la única que queda construida con la madera traída en goleta desde un pinar de Honduras donde el poeta Barba Jacob “vigorizó su aliento”.
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